De bolos
y coludos
El jeep militar avanzaba con cierta cautela por la autopista Duarte. Era noche cerrada y la vía, barrida
por los faros, parecía desierta. En algunos tramos se veían vehículos abandonados, cosidos a balazos.
Poco antes de La Vega, el sargento Mendoza,
quien conducía con las mandíbulas apretadas y los ojos aguzados, encontrando de improviso un camión de largo recorrido atravesado en plena vía, frenó de golpe, lanzó un ¡coño! y se estremeció. A su lado iba un teniente,
apellidado Carrasco, con las insignias de coronel. Al socaire
de la revolución, estallada dos meses atrás, muchos militares se habían hecho ascender a sí mismos
jerárquicamente y Carrasco
no había sido la excepción. En la base militar Las Carreras, en poder de los conservadores, el comandante en jefe había recibido
órdenes de trasladar a la capital,
en calidad de prisionero por su lealtad al bando constitucionalista,
al coronel Santiago
“Chago” Lajara para ser sometido a consejo de guerra junto con otros militares
de alto rango.
Cuando a Carrasco
le asignaron el traslado del reo, no pudo reprimir un gesto de satisfacción. Desde que en tres ocasiones el coronel Chago Lajara lo rellenara de insultos y penara con treinta
días de cárcel por haberse presentado con signos de ebriedad a su despacho,
Carrasco lo aborrecía y no habría vacilado
en pegarle un tiro de haberse presentado la ocasión.
Y el destino,
esa noche, se la ofreció en bandeja de plata.
El sargento Mendoza, para sortear el camión, puso la reversa, retrocedió unos diez metros, dio media vuelta, cambió la marcha manipulando la palanca con semblante preocupado y penetró por una carreterita algo borrada por la hierba, empalmada a la autopista. Cruzó un estrecho puente de madera que crujió al paso del vehículo como si se estuviese resquebrajando, descendió por una hondonada cascajosa y más adelante
se adentró en un macizo boscoso que a la luz de los faros se veía denso, impenetrable. “¡Deténgase aquí!”, ordenó
Carrasco con un vozarrón que más que denuedo evidenciaba nerviosidad. Mendoza dudó, miró con un gesto de inquietud a su superior
y luego al prisionero
que iba esposado en el asiento
posterior y pisó los frenos.
El jeep semejaba una caja mortuoria en medio de las tinieblas. En las luces de los faros empezaron a rebullir
los insectos. Carrasco empuñó el fusil de asalto FAL, salió del jeep, abrió la puerta trasera y le ordenó
al coronel que saliera. Chago Lajara lo obedeció sin rezongar. Era alto y corpulento
y a sus cincuenta y seis años aún conservaba el aplomo y la valentía
de que había hecho gala en sus primeros años de vida soldadesca. Conociendo la animosidad que le tenía Carrasco, desde que salieron de Santiago no dudó que en algún momento, a lo largo del camino, el teniente
la emprendiera contra él. “El momento ha llegado”, pensó, y se entregó mansamente a un destino
que vislumbraba funesto. Carrasco, que era flaco y poco agraciado
de estatura, al lado del coronel parecía un muchacho. “¡Camina, comunista de mierda!”, gritó y, ante la
lentitud del coronel, amartilló el FAL con un gesto amenazante.
Chago Lajara emprendió la marcha a paso lento a través del bosque. Carrasco marcaba la ruta con la luz de una pequeña linterna. El sargento Mendoza, preocupado por aquella situación a todas luces comprometedora, los seguía de cerca, reconviniendo por lo bajo a su superior,
en un intento de hacerle entrar en razón.
Carrasco condujo el cortejo hasta un calvero tapizado de hojas secas. El coronel, ante la orden de alto, quiso volverse para encarar a su enemigo, pero un golpe seco en pleno hombro derecho, tan brutal que le corrió como una descarga eléctrica a todo lo largo de la columna
vertebral, lo dobló en dos. Con el tercer culatazo, el fusil se disparó, provocando un aleteo en la copa de los árboles. Carrasco, atemorizado, soltó el FAL y la emprendió a patadas contra el coronel
hasta perder el aliento. Cuando se
recompuso, se enjugó el sudor de la cara con la manga del uniforme
y entre él y Mendoza ayudaron
a poner en pie al coronel
y lo trasladaron al jeep. “¿Satisfecho?”, preguntó el sargento
tras poner el vehículo en marcha. Carrasco no respondió. Salieron del bosque y avanzaron
a campo abierto. Poco después encontraron una carretera que corría en paralelo a la autopista,
separada de esta por un canal de riego, y cuando medio kilómetro
más adelante toparon con una especie de plataforma metálica que los retornó a la autopista, Carrasco lanzó un largo suspiro de alivio.
“Creí que nos pasaríamos la noche desmoronando terrones”, comentó con voz cansada. Las manos le temblaban.
Abrió la guantera y sacó una
botella de Brugal. El primer trago de ron le quemó la garganta, carraspeó sacudiendo la cabeza, apuró otro y pasó la botella
al sargento. Mendoza bebió, miró a Chago Lajara por el retrovisor y le brindó un trago. “Sin resentimientos, coronel”, le dijo. El reo
declinó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza. Hinchó los pectorales, respiró hondo y por un segundo,
ensimismado, sonrió, una sonrisa que destelló como una cerilla en el retrovisor
y que Carrasco notó de inmediato.
“¡Te hizo gracia la pela, hijo de la gran puta!”, bramó, encolerizado. Para su sorpresa,
el coronel
asintió. “Sí, pero no
por lo de hoy, sino por algo que le ocurrió a mi abuelo hace exactamente sesenta y tres años”, comentó con aire divertido. El sargento Mendoza, nervioso, miró a Carrasco
y al notar que este se había calmado
y ahora mostraba
una expresión de soberana indiferencia, con semblante jovial animó al coronel a que contara la historia. Chago Lajara no se hizo de rogar.
La historia de su abuelo se remontaba al año 1902. El general Horacio Vásquez, tras desconocer al gobierno constitucionalista de Juan Isidro Jimenes, se había alzado en armas para derrocarlo. El país se había dividido en dos fuerzas políticas antagónicas, los bolos, cuyo símbolo era un gallo sin cola, seguidores de Jimenes, y los coludos,
cuyo símbolo era un gallo de cola abundante, partidarios de Vásquez. En el aspecto
social, acotó el coronel,
las guerras intestinas entre bolos y coludos,
a principios del siglo XX, eran el pan nuestro
de cada día, y la gente tenía que tomar partido
por uno o por otro bando, pues el campo de batalla
era todo el territorio nacional. “Y mi abuelo era del bando de los bolos”, reveló Chago Lajara, y el teniente
Carrasco soltó una carcajada: “El mal viene de familia”, se burló. El coronel no le prestó atención y continuó.
Se notaba que deseaba contar la historia a como diera lugar. Un auto reventado
por una bomba, que aún humeaba, apareció a un costado
del camino como un buey muerto y los tres ocupantes
del jeep lo contemplaron con una mezcla
de fogosidad e inquietud. El abuelo de Chago Lajara, llamado Quino, era alcalde pedáneo de Olmos, una aldea de montaña situada a cincuenta
kilómetros de la ciudad de Santiago.
Una mañana, un pelotón de a caballo del bando de los bolos se presentó
en la casa de Quino, le entregó un revólver de los llamados cachafú y le ordenó conducir a la fortaleza
San Luis a un coludo apodado
Fuete, cabecilla de una banda de cuatreros que había estado asolando la zona, atrapado en los montes de Jánico. “Mi abuelo ensilló una mula, ató al guerrillero con una soga y lo azuzó delante de él por un camino real”.
Cuando cruzaban el río Bao, un grupo de hombres harapientos, armados con machetes y puñales,
los interpelaron. ¿Bolos o coludos?, preguntaron. “Y mi abuelo, de ingenuo, se apresuró a identificarse como bolo, y lo detuvieron”. Le entregaron el cachafú a Fuete y le ordenaron llevar al
bolo
a un campamento de La Vega donde mantenían en prisión a los insurrectos. “No bien el cuatrero se vio solo con mi abuelo, hizo con él lo que usted hizo conmigo, teniente (coronel, aclaró Carrasco), pero con tanta sevicia que para cargar con él tuvo que montarlo como un fardo en la grupa de la mula”.
“Ahora entiendo
la similitud”, se rio
el teniente. “Todavía no he terminado”, apuntó Chago Lajara. Y agregó que más adelante, por un paraje conocido como la Rigola, la pareja
se tropezó
con otra célula guerrillera, pero esta vez del grupo de su abuelo, de los bolos. “Desataron a mi abuelo,
le preguntaron si en las condiciones
en que se encontraba podía cumplir con la tarea de conducir al prisionero, y él aceptó”.
“Imagino que cuando se vio solo con el tal Fuete, su abuelo se vengó de él y le propinó tremenda paliza”, dijo Mendoza
con
una risita de complicidad. El coronel negó con la cabeza, mirando al sargento
por el retrovisor. “No, él cumplió con la orden sin ponerle la mano encima al reo”, dijo. “¡Se nota que su abuelo no tenía cojones de militar!”, se burló Carrasco, aferrado al
FAL con aire bélico.
Antes de Piedra Blanca empezó a llover
a raudales y Mendoza tuvo que detenerse
a un costado de la carretera
a poner la capota. El limpiaparabrisas se balanceaba con un irritante chirrido. Avanzaban despacio; los faros, agujereando el aguacero, apenas podían abrir un difuso hueco en el muro de la noche. A la salida de Piedra Blanca encontraron, de improviso, en una curva cerrada,
un retén militar. Ocho soldados, armados con ametralladoras, los rodearon. “¿Conservadores o constitucionalistas?”, preguntó un mayor. Tal vez por el recuerdo del cuento del coronel, ni Mendoza ni Carrasco se atrevieron a contestar.
Fue Chago Lajara quien se identificó como un prisionero de guerra, del bando constitucionalista.
Alrededor del jeep se produjo
una gran conmoción. Un soldado, bañado por la lluvia,
plantado ante los faros del vehículo, soltó por encima del jeep una ráfaga de ametralladora. El tableteo resonó dentro del vehículo como una serpiente. Un olor a pólvora
llenó el aire. El teniente
Carrasco y el sargento Mendoza se rindieron,
salieron del jeep con las manos en alto, y de inmediato fueron esposados y conducidos al puesto militar,
una cabaña de madera levantada cerca de la autopista. “Nos informaron de su traslado a la capital, coronel, y nos dieron la orden de rescatarlo”, reveló el mayor, apellidado
Logroño, un joven alto y fornido,
de tupido bigote y mirada
inquisitiva. Y agregó
que había otro militar de alto rango que, según sus informantes, también iba camino a la capital. “¿Desea esperar con nosotros aquí o
quiere que lo enviemos a nuestra
base junto con los detenidos?”. Chago Lajara quiso partir de inmediato. Tomó el jeep, puso al volante a un cabo llamado
Juan Ruiz, algo viejo para su rango, de ojos vivarachos y pesada mandíbula
caballar. El mayor le había dado un mapa con una ruta alternativa, controlada por los constitucionalistas, y se pusieron
en marcha. En el asiento
posterior, esposados, iban Carrasco y Mendoza. Unos tres kilómetros más adelante, el sargento, a modo de broma,
comentó: “Lo que es el destino. Hoy se ha repetido la historia de su abuelo, coronel”. Chago Lajara se quedó
callado. Cuando circulaban por una carretera cascajosa paralela a un monte, el coronel
mandó detener el vehículo. Abrió la guantera, tomó la linterna,
empuñó el FAL, abrió la puerta trasera y le ordenó al teniente
que se bajara. Carrasco empalideció. “Como dijo el teniente,
mi abuelo no tenía cojones de militar”, dijo mirando a Mendoza. Llevó al detenido
por delante y se perdió
tras el follaje. Desde el jeep se veía la luz de la linterna despertando las ramas. Se escuchó un único disparo. Cuando Chago Lajara regresó al jeep, dijo: “No, mi abuelo no tenía cojones de militar”, y, serio el semblante,
agregó: “Yo sí”.
Y dio la orden de partida.
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