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Visita a Miss Harriet
Cuatro días de
aguaceros esporádicos habían barrido las calles, cubiertas ahora por un brillo
raro, antiguo. Santana, pedaleando lentamente en su bicicleta con la intención
de no dejar a la zaga a Odoroto, mirando, precavido, a su alrededor, por temor
a un asalto del oso polar, observó que en algunos bajos de la Grand Concourse
las tapas del alcantarillado se abrían como bocas para vomitar una sustancia
negra, viscosa, pestilente. Los bubones de la ciudad, pensó, ya empiezan a
abrirse.
Sorteando los autos que, detenidos como rocas
escapadas de una demolición, dificultaban el tránsito, tomó la acera de la 167
Street hasta llegar al destacamento policial. Con el pantalón jeans ceñido a
los muslos, la chaqueta de cuero con el dibujo de una calavera entre dos tibias
cruzadas representando el símbolo universal del veneno y la escopeta terciada a
la espalda, Santana recordaba uno de esos hippies que andan por el mundo en
motocicleta, desatados de todas las reglas que rigen al género humano.
Apoyó la bicicleta en la fachada de la
comisaría, tomó la linterna y, con pasos vacilantes, decidió entrar. «Stop,
Police Personnel Only», le ordenó un letrero iluminado por el círculo de luz.
Aquel lugar le aterraba, le infundía pavor, el pavor que siente una persona que
retorna al agujero donde la habían tenido secuestrada, el pavor del preso que
regresa de visita a su antigua mazmorra. El foco fosforesció, trémulo, al
encontrar los monitores de las cámaras de vigilancia, unas pantallas mugrientas
puestas una encima de la otra sobre una mesa rayada con números telefónicos y
manchones de tinta azul. Todavía no recordaba cómo fue a parar allí el día
aquel. Había corrido por tantos lugares y, de repente, al doblar por una
esquina, desorientado, a punto de caer desfallecido, se encontró sentado a
aquella mesa, los dedos temblorosos tratando de rebobinar la casete en la cual,
estaba convencido, se había grabado todo. Esperó; fue la espera más larga de su
existencia. Su cuerpo se estremecía y su mente se perdía en suposiciones.
Cuando el aparato detuvo aquel murmullo insufrible, apretó el botón y allí
estaba, no se había equivocado. Fue como apagar un fósforo, recordó. Como
apagar un fósforo y encontrarse de golpe en medio de la oscuridad más absoluta.
Se llevó la linterna al bolsillo, aún
encendida, como si guardara en la chaqueta un pedazo de luz; tomó la escopeta,
la pertrechó con la misma sensación de desconcierto y resignación con que salió
de la comisaría aquella vez y, cerrando los ojos, apretó el gatillo. Un
estrépito de cristales llameó en la penumbra. El perro gimió, asustado; corrió
hacia la calle y, desde la acera, empezó a ladrar, paseándose de un lado para
el otro, con viva agitación.
Santana, más sosegado, empuñando la linterna,
haló la portezuela que separaba la sala de espera del área de recepción. Por un
corredor de piso polvoriento, llegó a un cuarto laberíntico, repleto de
archivadores y armarios. Abrió el cajón donde sabía que se hallaba el depósito
de municiones y, tras leer con cuidado las etiquetas, se aprovisionó de dos
cajas de cartuchos.
Empujó la portezuela con una expresión de
desconfianza. Se volvió como si alguien lo hubiese llamado y se quedó un rato
petrificado, los ojos fijos en el letrero que la linterna aureolaba: «No armas
de fuego más allá de este punto», leyó. Un poco más arriba, en la pared, se
apreciaba la foto de frente y de perfil de una mujer negra, de cara sufrida,
con la frase: «Se Busca». Santana pensó, no con poca ironía, que ya aquella
mujer se encontraba a salvo de las garras del mundo, y recordó la ocasión en
que la ciudad lo seleccionó como jurado en un juicio contra un hombre que había
matado a la madre de sus dos hijas a machetazos.
Se llamaba Guillermo López, se acordaba. Era
un hombre muy joven, casi un adolescente. Un brillo lúgubre amargaba de tal
forma sus ojos café que a Santana le pareció que los estragos de la cárcel no habían
envejecido su rostro, sino su alma. La defensa relató los acontecimientos que
rodearon el homicidio con la obvia finalidad de que el jurado, al menos, se
apiadara de él. Todo sucedió la víspera del matrimonio. Guillermo, con menos de
dos semanas de haber llegado al país con una visa de turista, se despidió esa
mañana de su prometida y salió con el propósito de buscar trabajo. Cuando ya
estaba a punto de entrar en la estación de tren, se devolvió. Había olvidado
llevar consigo una identificación. Si no se hubiera devuelto, pensó Santana,
Guillermo habría sido feliz. Nada habría sucedido. Pero Guillermo se devolvió,
regresó al apartamento, abrió con precaución tratando de no despertar a su
amada ni a las niñas y, al entrar en la habitación, vio algo que jamás pensó
que podía ver, algo para lo cual sus sentidos no estaban preparados; una escena
que, del humilde hombre que había sido apenas unos minutos antes, amoroso sin
dudas, logró transformarlo de un zarpazo en un asesino.
Otra vez ese segundo, se dijo Santana mirando
la foto de la mujer negra, esa milésima de segundo en que nuestro destino se
tuerce; el segundo en que cualquier ser humano, abatido por la miseria, sale a
la calle y tiende por primera vez la mano para mendigar; ese momento claro,
lúcido, en que el amor a aquello tan querido se esfuma, pero las circunstancias
nos obligan a empezar la farsa; ese instante terrible donde la cuerda se rompe
y comenzamos a caer en el abismo, y ya no quedan sino el sollozo y la resignación.
Santana recordó la carta que Guillermo leyó
en la sala de la corte; era la carta de un hombre arrepentido, pero consciente
a la vez de sus llagas. Si Guillermo hubiera tomado aquel tren, se repitió
Santana, se habría salvado. Aquel tren era su puerta de escape, su salida de la
trampa. Y por un instante Santana imaginó que existía la posibilidad de que, en
el momento crucial en aquella estación, el Guillermo bueno, separándose del
Guillermo malo, hubiera tomado el tren. El arrepentimiento, se dijo, es una aceptación
que encubre una negación. Guillermo acepta que cometió un error, pero a la vez,
al arrepentirse, lo niega, se aleja de él como se aleja un peatón de la escena
del accidente; se convierte en testigo de su propio hecho.
Por veinticuatro años Guillermo llevó consigo
al Guillermo asesino, conjeturó Santana, agazapado en su interior como esos
virus que se guarecen en la médula espinal, donde no llegan los anticuerpos; el
ejército preparado, armas en ristre, esperando un momento de debilidad para
lanzar el ataque. Y Guillermo llega al apartamento, inocente aún; abre la
puerta con pasos sigilosos, escucha el jadeo, de seguro que escucha el jadeo de
los cuerpos; pero no, recapacita Santana, aquel jadeo, al no encajar dentro del
esquema que él poseía de ese espacio de su vida, Guillermo no podía oírlo.
Guillermo abre la puerta de la alcoba, y ya no es él quien mira, es el otro, el
monstruo recién despertado, la fiera; va a la cocina, ciego, toma el machete,
vacila, tiembla, palidece. Es el Guillermo bueno que lucha, trata de abrirse
paso, busca su liberación. El otro, el malo, el que ve por primera vez el mundo
a través del padre de las niñas, aprieta el machete con furia: la pesadilla
empieza.
La cercanía de Odoroto lo sacó de sus
cavilaciones. Posó la luz de la linterna en la pared derecha de la sala de
espera, atraído por un monumento conmemorativo en honor a los uniformados
muertos en el cumplimiento de su deber. Eran placas de bronce con la figura de
los caídos en bajorrelieve e inscripciones al pie: «Patrolman James Brown,
1948», «Patrolman Shawn Robertson, 1953», «Police Officer John Green, 1963».
De nuevo la torcedura, el punto de inflexión,
pensó, reparando en que de 1953 a 1963, por alguna razón, el patrolman
pasó a llamarse police officer. La palabra «mujer», recordó, se escribía
«muger» hasta el siglo XVIII.
Muger,
apareció de pronto en su mente como si tuviera delante el Diccionario de
Academias, f.f. Criatura racional del fexo femenino. Es del Latino Mulier,
que fignifica lo mifmo.
¿Quién, en qué momento, había hecho el cambio
de la «g» a la «j»? ¿Qué origina los cambios? ¿En medio de qué atmósfera nacen
las torsiones? Santana apagó la linterna y se quedó un instante ensimismado,
perdido en sus pensamientos, como si una red en la profundidad de su interior
le impidiera aflorar a la superficie.
La luz del día le alegró el semblante. Montó
la bicicleta por la acera de River Avenue, donde, a pocos metros, se apreciaba
un tren descarrilado con el vagón frontal colgando del elevado, semejante a una
serpiente tendida a lo largo de una rama que deja caer al suelo su cabeza
muerta. Odoroto se quedó un rato ladrándole a aquella mole metálica y luego
siguió a su amo, quien ya ganaba la curva de la 161 Street.
Circulando por Elton tomó la 163 Street y, al
doblar por la izquierda en la Tercera Avenida, distraído con una escalera de
incendio desprendida de la espalda de un edificio como una columna vertebral,
casi se va de cabeza contra una bola de hierros retorcidos incrustada en la
acera, que Santana, tras examinarla con detenimiento, identificó como la
turbina de un avión. Siguiendo con la vista el manchón de residuos que había
plantado en el suelo la turbina, sus ojos dieron con el nido sucio del desastre
aéreo, abierto entre los gruesos troncos de un complejo habitacional. Tomó la
bicicleta por el timón y, como si llevara un becerro, atravesando la zona
comercial que en otro tiempo era un hervidero de compradores, se condujo hacia
su destino, la librería de Miss Harriet.
Como había imaginado, el negocio de la
solterona tenía la puerta metálica echada. Miss Harriet solía abrir después de
las diez de la mañana; a las doce colgaba un letrerito que rezaba: «CLOSED», y
se regalaba un descanso de una hora en una pieza situada al fondo de la
librería, sentada en una mecedora. Santana apartó al perro con una orden un
tanto brusca y, tomando el arma, hizo saltar los candados de dos disparos,
llenando de ruidos aquel sepulcro. Unos pájaros negros, posados como gárgolas
en la fachada de la perfumería adyacente, espantados, chillaron y alzaron
vuelo, formando una nube que se alejó hacia el río Bronx. La puerta se fue
enrollando con un crujido agudo, dejando al descubierto la puerta vidriera y el
aparador, adornado con libros de portadas llamativas, en su mayoría de
superación personal, secuestrados ahora por las telarañas.
Se vio obligado a quebrar el vidrio de la
puerta con la culata de la escopeta para poder tener acceso a la cerradura. La
giró, los goznes chillaron, y Odoroto se coló por entre las piernas de su amo
hacia el interior penumbroso, depositando sus huellas sobre el piso
polvoriento. El olor a sótano que invadía el recinto le escoció la nariz y
Santana no pudo reprimir una oleada de estornudos. Paseando la luz de la
linterna por los libros, tuvo la impresión de que muchos rostros lo miraban con
insistencia, como cuestionándolo. Caminó por el estrecho pasillo que separaba
el mostrador de los anaqueles de la derecha, hasta llegar a la puerta del
fondo. Entró en el refugio de Miss Harriet con la sensación de haber entrado en
una caja de cartón de paredes maceradas.
Sacó unas velas del bolsillo interior de su
chaqueta, que fue colocando en los rincones hasta conseguir la iluminación
deseada. En el cuarto, según encendía las velas, comenzaron a emerger de la
oscuridad un mullido sofá de pana, una mesita rectangular sobre la cual
descansaba un macetero con una planta podrida, una mecedora acojinada y, en la
pared derecha, una repisa con la colección de elefantes que tanto inflamaban de
orgullo a la anciana, presidida por una foto de la joven que había sido Miss
Harriet mucho antes de haber perdido el ojo derecho.
Santana levantó una vela del suelo y le hizo
lugar entre un elefantito de porcelana y otro de bronce, para alumbrar con el
pabilo el rostro en blanco y negro de aquella mujer de ojos alegres, de
mejillas firmes y de una boca de labios tensos, como a punto de estallar en
carcajadas; de aquella mujer joven a punto de reírse de la mujer vieja que con
frecuencia la contemplaba, como tratando de hallar en aquella silueta algún
rastro de sí misma.
Miss Harriet solía invitarlo a la pieza a
tomar una copa de oporto, y en muchas ocasiones le había detallado la historia
de su manadita de elefantes, que este de alambres retorcidos era de un artesano
italiano muy famoso, que el de marfil era su preferido y había pagado una
fortuna por él a un negro nigeriano, porque era el único que había nacido de un
verdadero elefante. Santana la observaba ahora, sentado en el sofá, a la luz de
las velas, contemplando con nostalgia aquel retrato, y era como si la viera desprenderse
de aquella figura como una cáscara, y comenzara a avanzar tiempo adentro,
luchando cada día contra la vejez que la alejaba de la joven de la foto. Y un
día, imaginó, frente al espejo, Miss Harriet encuentra entre sus cabellos
rubios un largo filamento blanco; lo arranca con desdén, pero ya no es uno, son
decenas, miles. Los esconde con tintes durante algún tiempo hasta que leves
arrugas en la frente los denuncian, hasta que las mejillas empiezan a cansarse
y la piel debajo de la barbilla se va posando en los tendones del cuello como
una toalla en un cordel.
Y entonces viene la resignación, se apenó
Santana, la carcajada a punto de estallar del joven que fuimos alguna vez y que
ahora nos mira desde una foto con aire de suficiencia, como si nunca hubiese
sido parte de nosotros.
—Ah, amigo Hugo, este oporto me envuelve el
alma. —Miss Harriet se acomodó en la mecedora y empezó a balancearse con aire
infantil—. Cuando era niña —dijo, poniendo la copa en la mesita—, me pasaba por
la cabeza un pensamiento recurrente. Me preguntaba qué hubiera sido de
nosotros, dónde estaríamos si no hubiera existido nada.
—¿Qué éramos un segundo antes del Big Bang?
—preguntó Santana, y la solterona tosió sacudiendo la cabeza.
—No, amigo mío —objetó Miss Harriet—, antes
de eso no. Antes de lo que está más allá, antes de Dios y de todo lo creado.
Antes de venir, de comprender la luz, de saber que íbamos a ser, a poblar un
sitio de una época; antes de la vida y de la muerte. —La anciana volvió a
llevarse la copa a los labios y tomó un trago. Sus mejillas resplandecieron—.
De niña, me dejaba arrastrar por ese pensamiento. Imaginaba que, en algún
lugar, en otro tiempo, éramos algo sin alma todavía, algo que era nuestro,
virgen, sin dueño, vagando libremente, y quizás feliz.
—¿Está usted segura, Miss Harriet, de que eso
lo pensaba cuando era niña?
La anciana tosió, tapándose la boca con la
mano derecha, donde llevaba un solitario en el índice con una enorme esmeralda.
—Bueno —dijo—, el pensamiento era el mismo,
pero con la edad uno va encontrando las palabras con las que lo va
comprendiendo. En aquella época aquel pensamiento aparecía como una imagen: un
globo que me arrastraba hacia la profundidad del infinito. A veces me daba
miedo y yo me desataba del globo, bajaba, pero lo seguía viendo allá arriba,
cada vez más hondo, y entonces sentía unos deseos tremendos de volver a atarme
a él, de haber seguido con él hasta donde la mente me llevara.
Santana concluyó, escuchando los resoplidos
de Odoroto del otro lado de la puerta, que Miss Harriet le había temido a la
posibilidad de llegar a conocer lo que ella aspiraba conocer, y que posiblemente
él estaba pasando por las mismas circunstancias. Imaginó que quizás había sido
aquella antigua conversación la que lo motivó a visitar la tienda de la
anciana.
—A mí también me ocurrió algo parecido, Miss
Harriet. —La solterona acomodó en el cojín su figura menuda, aferrando las
manitas a los brazos de la mecedora con la tosquedad de un inválido, y arqueó
la cabeza hacia su interlocutor dando muestras de interés—. Fue el primer año
en la universidad. Durante todo el proceso inicial me hallaba desorientado; había
escogido la carrera, pero aún no estaba convencido. Un día entré en la inmensa
biblioteca del centro de estudios y algo, no sé si el silencio o la presencia
imponente de los libros, me dijo que era allí donde encontraría aquello que yo
ansiaba encontrar...
—¿Y qué ansiaba encontrar? —lo interrumpió la
anciana, acomodándose de nuevo en la mecedora.
—No lo sabía entonces y estoy seguro de que
aun ahora lo desconozco. Yo era como un astrónomo. Los astrónomos dedican años
y años a observar el universo, buscando y buscando sin saber a ciencia cierta
lo que buscan, y no bien avistan un nuevo planeta o una nueva galaxia, es
cuando descubren que era eso, precisamente, lo que andaban buscando. —La
anciana se recostó en el espaldar con aire pensativo. Santana continuó—: Pues
mi universo eran los libros. Me acercaba a ellos con unas ganas inmensas de
saberlo todo, desde lo más nimio hasta lo más complejo. Pasaba del
descubrimiento de las ondas hertzianas hasta el pequeño pero no por ello poco
complicado laberinto de la fabricación de la radio; palabras como «fundentes»,
«ferroaleaciones», «tren de laminación», «tratamiento termomecánico» me servían
para explicarme el proceso de obtención del acero. Tan pronto entraba a mi
retentiva con claridad absoluta un nuevo conocimiento, sentía que en el
castillo de proa de mi mente un vigía estaba a punto de gritar "¡Tierra!".
Sí, Miss Harriet, a punto, porque mi ansiedad desmedida de saber, de dar
un paso más adelante de lo que acababa de enterarme, se le interponía como la
niebla, y al pobre vigía, aunque sospechaba que más allá de las brumas había
algo lo bastante firme como para soltar ancla, le invadía la duda y apenas
lograba aguzar los ojos e inflar el pecho. Y un día, Miss Harriet —continuó
Santana—, un día en que estaba sentado a la mesa ante un montón de libros
abiertos, descubrí con pesar que lo que yo quería saber no estaba allí, en los
libros, ni más allá de los libros; estaba antes, mucho antes; estaba en un
lugar escondido dentro del hombre, y la realidad de su existencia se
manifestaba en ese instante supremo en que el ser humano hace un
descubrimiento. No en las ondas hertzianas, sino en el momento en que Heinrich
Rudolf Hertz, construyendo un aparato para producir ondas de radio, demostró la
existencia de la radiación electromagnética. No en los cambios de temperatura,
sino en el instante en que Daniel Gabriel Fahrenheit le regaló a la humanidad
el termómetro de mercurio y la escala termométrica que lleva su nombre.
Entonces, ese sentimiento de haber hallado, no lo que buscaba, sino el lugar
donde hallaría lo que buscaba, me dejó un gran vacío, una sensación de
desamparo. Fue la primera vez que me sentí solo en el mundo. Estaba allí,
encerrado en unos muros insalvables, pues sabía, y más que saber, comprendía,
que entre los millones y millones de habitantes de este planeta, apenas unos
cuantos poseían la llave para llegar allí; habían nacido con la lámpara en la
mano.
—¿Soltó, como yo solté el mío, su globo,
amigo Hugo?
—No, Miss Harriet —lamentó Santana—, el globo
me soltó a mí.
La solterona tomó la botella de oporto, vació
un poco en su copa y la acercó luego a su invitado, arrastrándola sobre la
mesita con un leve chirrido. Santana rechazó con un gesto de la mano.
—Desde nuestra primera conversación —dijo
tras beber y devolver la copa a su lugar—, supe que usted y yo habíamos
habitado el mismo territorio, amigo Hugo. A veces pienso que fue un error, una
mala jugada del destino, el que personas como nosotros naciéramos en esta época
tan... —Miss Harriet torció la boca con una expresión de horror, luego
continuó—: En otra época habríamos encajado mejor. Solo hay que asomarse a la
calle para ver que algo anda mal en el mundo. Los hombres de esta época son
como robots fabricados en serie, entrenados, desde que nacen, a dejarse
arrastrar por la rutina, con la sumisión de un infante que va de la mano de la
madre. No saben enfrentarse a la vida, domarla, tomarla por las bridas; y un
día, el menos pensado, abren los ojos y se dan cuenta de su estado de sumisión,
pero no lo comprenden. ¿Usted ha visto, amigo Hugo, a esos peatones que, como
si hubiesen olvidado algo, se detienen de improviso en medio de la acera, miran
a su alrededor con aire preocupado y enseguida retoman su camino como si nada
les hubiera sucedido? Yo los he visto por montones, allá afuera, en la avenida.
Al verlos en ese estado de desorientación, de inquietud, uno descubre que al
fin les ha llegado el momento de la iluminación, se han soltado de sus amarras
por unos segundos y ahora pueden ver la vida en toda su plenitud; pero no lo
comprenden. Se atan nuevamente a las amarras, porque no se imaginan la vida sin
ellas, y siguen su camino.
Santana, al escuchar a la solterona, pensó en
aquel segundo de torsión que tanto le angustiaba. «The turning point
—dijo Miss Harriet, con cierta solemnidad—, el momento crucial».
—Tal vez ellos —dijo Santana— no ven las
cosas como son, porque no les conviene. Prefieren permanecer dentro de una
alucinación. Escapar de ella sería como salirse de su destino, reinventarse.
Despertar en una tierra desconocida, a la que tendrían que descodificar para
poder entender y llegar a enseñorearse de ella, que es la vocación auténtica
del hombre, para lo cual apareció en este mundo. ¿Sabía usted, Miss Harriet,
que si lográramos traer del pasado a un hombre de las cavernas, este no podría
ver lo que nosotros vemos? El cavernícola miraría un avión, un auto, un
televisor, por ejemplo, pero no podría verlos. Su cerebro tendría que aprender
a descodificarlos para poder hacerlos inteligibles. —Santana hizo una pausa,
con los ojos fijos en la anciana—. Lo mismo pasa con el hombre actual
—continuó—. Es un cavernícola (¿qué recién nacido no lo es?) que ha llegado a
un mundo ya hecho, de una complejidad abrumadora. Mira la televisión, pero
ignora el mecanismo que hace posible la televisión; escribe en la computadora,
pero desconoce el sistema de circuitos por el cual la letra aparece en la
pantalla. ¿Cómo podría enseñorearse de un mundo que mira, pero no ve, de un
mundo que se le ha ido de las manos? Y tomando el punto suyo, Miss Harriet, el
de las amarras; el hombre actual nace para ser una pieza más de ese mecanismo,
de ese engranaje que mueve a un mundo que, al fin y al cabo, le brinda
protección, lo guarece dentro de las luces de una alucinación. Si en algún
momento descubre sus ataduras, si por un instante tiene conciencia de su
situación, siente la indefensión que experimenta el indigente y prefiere
proseguir su camino.
Y si el peatón decidiese cambiar de ruta,
salirse de su destino, ¿podría soportarlo? ¿No representaría aquella liberación
otro tipo de cárcel, unas amarras más firmes y mejor atadas? ¿Habría un lugar
donde realmente podría ejercer a plenitud su libre albedrío? Santana había
pensado en ello en muchas ocasiones y ahora que veía a la anciana ponerse en
pie, ante su foto de joven, le pareció que vivir, la existencia misma, era
también una especie de trampa, pero una sin escapatoria, y aunque el peatón
cambiara de ruta, esa ruta necesariamente tendría que estar supeditada a la
condición de estar vivo.
Pero a Santana le simpatizaba el peatón que
rompía con la recta, porque al final de sus meditaciones llegaba a la
conclusión de que la única forma posible de explicar su situación era siendo
uno de ellos. Posiblemente, consideró, los que se salen de la recta ya no son
capaces de ver a los que aún andan por ella. Quizás fui yo, y no los demás, el
que se marchó. Tal vez nunca me solté del globo y desde allí solo veo lo que mi
cerebro quiere que vea, y nada más.
Cerró los ojos, se apretó la cara con las
anchas manos y las dejó resbalar por la barba hirsuta. Miss Harriet, al
regresar a su asiento, señalándose el parche de pirata con el que cubría la
órbita vacía de su ojo extirpado, le preguntó si alguna vez le había hablado de
aquel ojo. Santana negó con la cabeza.
—El ojo estaba en perfecto estado de salud
—le explicó—, pero detrás de él crecía algo que amenazaba con quitarme la vida,
así que el médico hizo su dictamen y yo no tuve más remedio que aceptar. —Miss
Harriet se encogió de pronto, como si sintiese frío—. Me aplicaron la anestesia
y, poco a poco, me fui desvaneciendo. Recuerdo que pensé, antes de perder el
conocimiento, que cuando despertara ya todo habría pasado, y eso me
tranquilizó. Luego de un tiempo que no pude precisar, empecé a volver en mí,
segura de que me hallaría en una cama, descansando, bajo unos cobertores. Mis
ojos se abrieron y una luz tan potente como el mismo sol me encegueció y unas
voces me hicieron sospechar lo peor. Allí empezó el horror, amigo Hugo; había
despertado en plena operación. El ojo izquierdo estaba tapado con una especie
de emplasto, lo podía sentir, pero el que estaban a punto de amputar podía
verlo todo: las luces del quirófano, las manos enguantadas de los médicos.
Intenté moverme, gritar, suplicar que antes de proseguir con la cirugía me
volvieran a dormir, pero el cuerpo no me respondía. Era una estatua de plomo
con los ojos vivos. Un dolor punzante me entraba por aquel lado de la cara y se
derramaba sobre mis nervios como un caldero de aceite hirviente. ¡Era
espantoso! ¡Espantoso! —exclamó la solterona. Santana se puso en pie y fue a
consolarla, pasándole la mano por la cabeza. Miss Harriet, cuando logró
calmarse, prosiguió—: Un hermano de mi padre tenía un pequeño rancho en Texas,
donde solíamos pasar parte del verano. A través de un bosque de pino, por un
camino sombrío y tapizado de agujas húmedas, se llegaba a un pantano de aguas
cenagosas que olían a gripe, habitado por patos silvestres. Un día mi padre me
llevó de cacería con él y un viejo perro. Yo me acordé de todo aquello mientras
veía los reflectores del quirófano. Escondido entre la espesura de los arbustos
que rodeaban el pantano, mi padre apuntó el rifle. Alguien daba la orden de
cortar y podía ver el bisturí acercándose. Sonó un disparo y, de pronto, se oyó
un bullicio entre los juncos; un pato silvestre salió lanzando graznidos,
revoloteando. Mi ojo ya no era mío, querido Hugo, había adquirido vida propia y
se movía ahora en la órbita tratando de salvarse por su propia cuenta. Yo lo
sentía revolotear como aquel pato, graznando y hundiéndose más y más entre los
juncos, huyendo de las fauces del viejo sabueso. Entonces, el quirófano se
llenó de oscuridad y supe que habían cortado el nervio óptico.
Santana sintió un profundo vacío en el
corazón, y en ese momento percibió en la nariz las emanaciones de las velas.
Ah, Miss Harriet, pensó con la mirada fija en la mecedora, si estuviera usted
aquí le diría que desde que nacemos ese bisturí está frente a nuestro rostro,
amenazándonos siempre, intimidándonos para que no osemos ver el lugar que está
detrás de esa luz que él oculta con celo; que la vida, el sentimiento de estar
vivo, es padecer esa amenaza, esa sensación de que por más que avancemos hacia
el patio querido, el camino que tomamos nos llevará irreductiblemente al lugar
del fracaso, del abandono. Pero usted ya no está aquí, Miss Harriet, se dijo.
Lo siento en el polvo que ya empieza a beberse su viejo retrato, su colección
de elefantes, estas paredes tan amigas de sus pensamientos. Sí, Miss Harriet,
de aquí se ha ido todo, menos la amenaza que es la vida, menos el perfume agrio
de dar un paso hacia delante; el bisturí, Miss Harriet, está aquí, yo lo sentí
mientras pensaba en sus palabras y ahora lo siento, y no es mi ojo el que
tiembla, es todo mi cuerpo.
Santana fue apagando las velas una por una y
era igual que si estuviera evaporándose en la oscuridad. Tomó el retrato de su
amiga y lo acostó rostro abajo contra la repisa, entre el jardín de elefantes,
con la sensación de haberle cerrado para siempre los ojos a un cadáver querido.
Abrió la puerta y vio al perro, jadeante, la lengua colgada como un trapo
mojado de la comisura izquierda de la boca. Al salir a la calle fue cuando se
dio cuenta de que había estado llorando.
****
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