viernes, 18 de febrero de 2011

Escritor invitado: Avelino Stanley


La carretera


Sus labios llevaban ya demasiado tiempo pegados a mi pecho sin que él comenzara a reaccionar. Dudan mis expectativas. Está muy quieto. Le tiene que pasar algo. Él se apostó sobre mí con más prisa que delicadeza. De inmediato se me revolcó encima dos, tres veces. Luego se quedó tranquilo. Yo: a la espera de que actuara. Él: ni siquiera daba indicios de caricia alguna. Nada. Ya que tiene los labios tan cerca de mis senos, que comience por ahí. La calidez que brotaba de mi cuerpo no había logrado hacerlo emprender ninguna iniciativa. Será uno de los oficios más viejos del mundo, pero sigue siendo un quehacer de diablos. ¡Y cuánto hay que aguantar en esta vida! No son pocos los que vienen, le pasan a una por encima y ya, siguen por ahí con la misma prisa. Esperando a que él hiciera algo me sorprendió otro hecho. Primero fue uno, luego dos, tres… hasta que perdí la cuenta. Comenzó a aglomerarse la gente a nuestro alrededor. Llegaban y de inmediato soltaban bocanadas de asombro. De algunos salían verdaderos golpes de voces rebosados de incredulidad. En otros pude notar reales estallidos de rabia. Y yo, callada, extrañada, escuchándolos.

El mayor de los apuros me venía porque mi desnudez estaba ante la vista de todos. Como si yo no tuviera pudor, exhibía los paralelismos del tatuado que llevo tintado en líneas blancas y amarillas perdidas en el infinito de las curvaturas de mi cuerpo. En otras ocasiones las miradas se congestionaban sobre mí. Pero ahora nadie se dignaba en echarle una guiñada de ojos a la perfección de mi arquitectura conservada con tanto esmero y sacrificio. ¿Habré envejecido tanto? No, si mi cirugía estética es reciente. ¿Será porque soy negra? No, no, aquí casi todos también lo son. Como si tuviera un imán para atraer la vista, la atención de los que llegaban se concentraba en él, que yacía bocabajo, totalmente sobre mi desnudez. Tenía los brazos extendidos en direcciones opuestas como si fuera a abrazarme. La única señal visible de deseo a realizar eran sus labios abiertos, pegados a esa zona tan sensible para encender la libido en mi cuerpo. Yo no estaba desesperada. Pero era para pensarlo. Es que me paso mucho tiempo sin una seducción que traiga consigo la ternura, sin que esos deseos desbordantes de pasión me lleguen a la profundidad del corazón. Y de repente, sobre mi estructura tan apetecida, se detiene este hombre. Joven, alto, apuesto, de contextura atlética, perfumado, piel caoba. Calzaba un par de tenis con un reluciente color blanco. Llevaba unos jeans tan pegados al cuerpo musculoso que yo podía sentir su dureza de macho intentando excitarme. Combinaba sus jeans con un t-shirt azul cielo de esa marca a pesar de lo que dijo Tommy Hilfiger. Claro, eso, que si él hubiera sabido que los negros americanos, los latinos… y los asiáticos comprarían su ropa, no la hubiese diseñado tan buena.

Mi mente intentaba retener los numerosos comentarios que hacía la gente. Cada uno de los que llegaba iba diciendo algo distinto. Y yo, aunque seguía esperando a que él reaccionara, no dejaba de escuchar a los que venían. Sus comentarios eran tan disímiles que me hicieron sentir ofuscada. Mirando hacia él, buscaban de interlocutor a quien le quedara al lado. Un señor de cachucha mugrosa le habló a una mujer desgreñada sin dejar de mirar cómo ese hombre estaba tirado sobre mí. Un día vino un pelotero de Las Estrellas Orientales a ver el juego de los muchachos, le dijo en un tono que pude oír claramente. Menos que hablar con ella, quería que los demás oyeran. Prosiguió. Después volvió con un gringo. Es un escucha, le explicó el pelotero esa tarde a los prospectos cuando terminó el partido de pelota. Los muchachos escuchaban sin pestañear; los uniformes atléticos que llevaban no tenían nada que ver entre unos y otros. Después que lo examinaron todo se fueron y cuando volvieron el escucha ya lo había arreglado todo. Ahí mismo en el estadio de hierbas resecas por el sol y de tierra pisoteada infinitas veces les habló en un español atropellado. Reveló ante tutores y curiosos que el lunes mandaría a recoger a los escogidos. La academia se encargaba de los gastos: transporte, alojamiento, manutención... A los tres meses, los que calificaran se iban firmados para Estados Unidos. En el batey todos estaban satisfechos porque varios hijos del poblado iban a ser peloteros. Peloteros de los que salen en los periódicos. Y en la televisión. De los que mencionan en la radio. Peloteros de verdad, de los que usan uniformes nuevos, combinados con un número grande en la espalda. De los que ganan muchísimos dólares.

En la academia la faena era dura. Los muchachos venían al batey los fines de semana a descansar. Dos únicos recorridos partían el poblado en cuatro cuadrantes un tanto desiguales. Yo, toda de negro, hacía de madero vertical. Pero lo que me atravesaba con pretendida perpendicularidad era un recorrido terroso y sin ningún criterio de rectitud. Tal vez desde el aire aquel patíbulo se veía como un caserío atado a su pasado en una cruz. El centro del batey era el punto coincidente de las únicas cuatro esquinas. Esas aristas eran puntos de reunión obligada las noches de los fines de semana. Los de la academia venían y se encontraban allí con los que seguían jugando en el pedazo de tierra plana que le quitaron al cañaveral para convertirlo en terreno de juego de pelota. Antes, en los partidos del batey, todos se asombraban con el estilo de ese muchacho. Luego, con el tiempo que llevaban en la academia, él era el centro de atracción. El testimonio venía de los compañeros que se iban con él cada lunes y volvían los viernes en la tarde. Corre como si fuera tras la velocidad de la luz. Su brazo mueve la emoción de una multitud de estadio. Su muñeca detiene cualquier sismo. Cuando la bola sale a toda prisa su vista combinada con su agilidad corporal sabe atraparla en el punto preciso de llegada. El bate en sus manos le pega con fuerza hasta a las señales del lanzador. Parecía un prospecto de gladiador invencible en la época de oro del antiguo coliseo romano. El escucha estaba feliz con todos. Pero en él sencillamente tenía centrada todas sus expectativas.

La gente no cesa de llegar. Él sigue sobre mí. Sus dos labios carnosos, morados, abiertos, continúan sobre mi pecho aunque no los había movido para nada. Yo estaba un poco calmada porque tenía la seguridad de que nadie se fijaba en mi desnudez. Una anciana que llegó todavía envolviéndose la cabeza en un pañuelo floreado le miró el rostro así, bocabajo. De inmediato se armó un alboroto cuando ella soltó una bocanada de dolor con su nombre. ¿Moisés?, preguntó un despistado sin dirigirse a nadie en particular. Sí, el hijo de Lula, la que vino del campo de Guayabal. La que vive a la orilla del cañaveral. De cualquier labio los comentarios salían y flotaban durante un instante como si fueran burbujas multicolores de lamentos. ¡Moisés! ¡Sí! El papá es Biembé, el haitiano que vino del batey Platanito. ¡Ah! ¡Sí! ¡Sí! Moisés. Pero ese muchacho fue alumno mío. ¡Caramba, ya se hizo hombre! Cuando le di clase era aplicado y muy estudioso. Antes de irse de este batey no se metía con nadie. ¡Pero él era uno de los peloteros! ¿De los peloteros? Sí. Del grupo de muchachos que se llevó el gringo para entrenar en la academia que está en las afueras de San Pedro de Macorís. ¿Y a él lo firmaron junto con los otros? ¡Eeeeeh!... Desde que los otros se fueron hacia Boston ya nadie lo vio más en el batey. Ustedes no saben todo lo que pasaron el papá y la mamá de ese muchacho para criarlo. A él solo no, a él y a sus hermanos. Los fines de semana, cuando venía de la academia, rodeado de toda la miseria de su casa, le decía a Lula no te apures mamá, que cuando me firmen te voy a hacer una casa para que vivas como una reina. Y a ti, viejo, para que no cortes más caña, te voy a poner un negocio. Va a ser el establecimiento más grande del batey. Gracias, mi hijo, tú eres la esperanza de la familia, le decía Biembé acariciando con su sonrisa franca la llegada de ese momento. Ay, mi hijo, que Dios te ayude a realizar tu sueño, rogaba Lula con los brazos abiertos y la mirada hacia arriba buscando la concesión compasiva del todopoderoso.

Caramba, me dije, toda esta gente hablando al mismo tiempo me van a hacer estallar la memoria. Ya yo ni sabía bien a quien escuchaba. Sin embargo ellos no cesaban. ¡Dios mío, pero ese muchacho si tuvo la dicha negra! ¿Cómo que tuvo la dicha negra? ¡Qué dicha negra ni dicha negra! Cada quien viene a este mundo con su destino marcado. Entonces el estallido de un grito dio un salto y se elevó por encima de las otras voces. Era el llanto amargo de una anciana recién llegada. Meneaba la cabeza diciendo que no y mirándonos a él y a mí. Lula, ya, cálmate, le rogaba el acompañante. Pero ella se llevaba las manos a la cabeza y rebozada de impotencia decía ¡ay!, tanta ilusión que él tenía. Cuando llegó el momento todos los muchachos calificaron. De los siete firmados, cinco tenían el mismo problema. El escucha y el pelotero hicieron todo lo que pudieron. Pero sólo resolvieron cuatro casos. El de Moisés fue imposible. Ahora Lula repetía lo que le dijo al gringo para calmarle la frustración por no podérselo llevar. ¡Ay, don Escucha, fue que a mí nunca me registraron en la oficialía civil! Por eso yo jamás he podido tener documento de identidad. Y él, Biembé, ¿qué papeles iba a tener si siempre fue un indocumentado desde que llegó del lado oeste de la isla?

El día que el autobús vino a recoger a los muchachos firmados, todos subieron felices. Ya se iban hacia el aeropuerto. A Moisés también se le veía contento. Pero se quedó fuera del autobús. Infinitas manos comenzaron a agitarse de un lado y del otro de las ventanillas cuando el vehículo emprendió la marcha. Y Moisés, agitando su mano solitaria desde fuera, comenzó a correr detrás del autobús. Corrió hasta que ese batey sentado en mis orillas se quedó atrás, perdido en la distancia. Cruzaron de largo por la entrada de la academia. Corriendo, Moisés siguió detrás del autobús hasta que llegó a México, el barrio de San Pedro de Macorís que lo llaman de ese modo porque creció alrededor de un penal con ese nombre. En ese punto aumentó la velocidad del autobús. Y ahí, en México, emocionados por el júbilo, Moisés y sus compañeros que partían hacia la posibilidad de alcanzar la gloria se agitaron las manos por última vez. Cuando él se detuvo sintió que la esperanza le oprimió el pecho hasta que la impotencia por dentro le estalló y se le regó por todo el cuerpo.

Con la felicidad embadurnada de dolor, sudado, tras cada salto que daba Moisés sentía que sus anhelos truncados se acercaban cada vez más a lo imposible. Sus sueños eran un cortejo fúnebre ascendiendo. Hasta que saltó con todas sus fuerzas. Su impulso fue tal que quedó sentado en las ancas de una nube totalmente densa. Era una nube que poco a poco se iba poniendo más oscura. Entonces, en esa altura, lo pensó. No estaré en Estados Unidos. Pero estoy en México. Y su mente se rebosó con la imagen de Lula implorando, de Biembé sonriendo, de sus hermanos esperando, de su casa cayéndose, del batey con la alegría macheteada. Las promesas que repitió ante sus padres durante muchos fines de semana se volvieron réplicas de un gran sismo en su memoria. Su mente se quedó arropada con toda la miseria del batey. El estallido de su corazón salió con rabia por su boca: ¡no pudo ser de la manera que se lo prometí! ¡Pero será! De inmediato comenzó la otra carrera en esa altura movediza. A los pocos días en México se unió al nuevo grupo que formaba parte de la academia de la vida. Su cuerpo ya estaba ejercitado. Su mente se acotejó en el borde del nuevo abismo. Este grupo, como el de la otra academia, siempre andaba corriendo. Sólo que los otros corrían sobre gramas bien cuidadas y tenían la pelota como eje central. Y con estos era preciso escabullirse entre callejones, saltar cañadas de aguas putrefactas, meterse entre los innumerables escondrijos de los bajos mundos. Corrían de forma temeraria por las calles de las ciudades o por las carreteras, en el primer vehículo que podían sustraer. Pronto la velocidad de Moisés, en el nuevo equipo, era para huirle al eje central de las persecuciones que no cesaban.

Frustrado, sabía que era un excluido del ambiente académico y del mundo de misioneros de Alejandro. Corriendo, siempre huyéndole a la mujer de ojos vendados con una balanza en la mano, Moisés conoció el engranaje de los viajes ilegales de Francesqua. Se revolcó en el bajo mundo de las prostitutas de Jesús. Sus impulsos se enmarañaron en la desdicha del viejo Tiburcio Méndez y el universo de las infinitas loterías de Juany. Mucho le hubiera gustado a Moisés, pero además de las suyas no volvió a tocar ni siquiera una bola del complejo sistema que Karina elaboró entre la relación de los templarios, el tarot y el futbol a propósito del mundial de Sudáfrica y la pasión por este deporte en Ojo de Agua. No pudo saborear el dulce de coco que hacía Ana, la de Luisa, aunque quería que imperara la justicia a favor de la chica. Con gusto Moisés se habría sumado a la cadena de amantes de RD sin importarle la cana en ese pelo púbico que a ella tanto le preocupaba, según la gracia con que lo planteó María. No le importó tener ni puta idea de la necesaria solidaridad practicada en la red de mujeres de doña Maribel. Se fugó de la atmósfera de los niños con cáncer que Marisol retrataba tan necesitados de calor humano en el hospital infantil; él no tenía la tranquilidad requerida para el sentimentalismo. Incluso, tampoco alcanzó a saber nada acerca de las historias que les llegaban a Xiomara mientras se bañaba, sobre todo esa que le vino de la vieja griega de sesenta años el día que entró a La Casa del Artista. En sus adentros sólo repercutía satisfacción con el escucha; era una gratitud parecida a la que sentía el grupo con el empeño del profesor Newcombe dirigiendo el taller de escritura creativa. El mundo de Moisés estaba envuelto en una transformación meteórica. Se había quedado atrapado para siempre entre las redes del entorno de ese otro México, al que ya había entrado y salido varias veces.

Un día, en el fondo de su alma, fue tocado por la necesidad de cumplir con la promesa que tantas veces les reiteró a sus padres. Y ataviado con la prisa del temor que siempre lo perseguía, emprendió la carrera del retorno hacia ese poblado que llevaba un siglo crucificado en el tronco de mi cuerpo luchando inútilmente por resucitar. Entonces Lula tuvo que contarlo con la amargura entretejida en un largo lazo de sollozos. ¡Ay, Dios mío, hace días que el presentimiento entró a mi corazón de madre! ¡Yo sabía que lo iba a ver! ¡Lo vería su padre y también yo! ¡Apenas anoche Ezilí se lo reveló a Biembé! Ahora las voces de Lula y de Biembé eran una estela de relámpagos adoloridos que partían el alma de los demás. Oírlos a ellos fue como si el estruendo de un pálpito me despedazara todo el interior que, les confieso, nunca ha sido blando. ¡Ay, mi hijo, tú también tenías que irte con ellos!, dijo Lula con un sollozo que se sentía salir desde las entrañas de madre. Gemía con una especie de sonrisa que le retorcía el rostro acongojado hasta convertírselo en una mueca angustiosa. El dolor le brotaba de una profundidad lejana. ¡Pero te fuiste por otros rumbos!, suspiró. ¡Ahora vas a salir en la televisión, en la radio y en los periódicos, como los peloteros! ¡Pero de qué forma! Biembé la tenía abrazada con el brazo derecho. No decía nada; por él hablaba su compungido rostro negro de hombre que ha recorrido con resignación los más difíciles caminos de la vida. Los ojos de ellos dos, y los del gentío, eran infinitos flechazos que insistían sobre nosotros. Yo sabía que no era conmigo. Lo miraban a él con sus labios carnosos, morados, abiertos, ya dejando escapar un líquido pastoso sobre mí pecho. Y yo, acogiéndolo. En ese momento escuché el otro gemido que le salió a Lula. Sólo ella, por fin, se refirió a mí. ¡Tú sabes lo que es eso!, gritó. ¡Mira como está mi hijo ahora, tirado como un perro, con tres balazos en la espalda, muerto, con los brazos abiertos sobre la carretera!

Junio de 2010



AVELINO STANLEY. Nació en República Dominicana, en 1959. Tiene una licenciatura en economía, realizó una maestría en lingüística y un postgrado en historia afroiberoamericana. En el género de cuento ha publicado los libros: Los disparos, La máscara del tiempo y La piel acosada. Entre sus novelas editadas están: Equis, Catedral de la libido, Tiempo muerto, Por qué no he de llorar, Al fin del mundo me iré y, La ciguapa encantada por la luna. El autor es Premio Nacional de Novela (República Dominicana, Premio Sin Fronteras (Madrid) y Premio de Cuentos Ciudad de Viareggio (Italia).

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