jueves, 31 de mayo de 2007

Altagracia Pérez: Cuento

(Noche de los pobres: Diego Rivera)




ALTAGRACIA DEL CARMEN PEREZ ALMANZAR. Nació en Santiago Rodríguez, Línea Noroeste, República Dominicana. Egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, y de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con una Licenciatura en Comunicación Social, mención Periodismo. Cuentos y poemas de su autoría, pueden ser leídos en las Antologías realizadas por el Dr. Bruno Rosario Candelier, Ateneo Insular La Creación Interiorista, 2001. La Antología de Cuentos Para Matar la Soledad, año 2000, del Taller de Narradores de Santiago. La Antología El cuento contemporáneo de Santiago, Ediciones Ferilibro, 2005. La Antología de Jóvenes Poetas Dominicanas Safo, Ediciones Ángeles de Fierro, Poesía, 2004. Ganadora del Primer Lugar del XII Concurso Literario Alianza Cibaeňa, en el Renglón Cuentos, con su libro A Mitad del Sendero, 2007. Actualmente reside en Eslovaquia, y tiene una novela inédita. Miembro del Ateneo Insular y del Taller de Narradores de Santiago. Forma parte además del equipo Editorial de la revista Mákinas y la revista literaria Mythos.

La Pasión de Mallías González:

La mirada de Mallías González se posaba en su hermana Mercedes; pero, otras veces, permitía que ésta se perdiera en los abundantes espirales de humo que ennegrecían el techo de canas. Sí, sabía que tendría que cambiar esas canas raídas y mohosas por ese hollín que emitía el fogón de tierra. Su hermana parecía encontrar un extraño placer en recordarle, cada tarde, las tareas que ella no podía realizar, ya por su condición de mujer, ya porque en algo tenía él que emplear el tiempo. “¡Ah, esa maidita vaina!”, pensó, mientras chupaba el cigarro negro que arregló él mismo, con las últimas hojas de tabaco que Bartolo García le había regalado.
No muy lejos se encontraba el vecindario, y aquella amplia avenida que les recordaba que estaban en la ciudad; por los boquetes de los setos de palma de la casa se filtraban el ruido y el trajín de los vehículos. Y Mallías como siempre, indiferente a lo que le rodeaba, sobre todo el acostumbrado grupo humano que se acercaba al ventorrillo de Mercedes, en el que se vendían frituras y algunas otras cosas que Bartolo traía del campo.
Era una casucha simple, con dos o tres cuartos añadidos, como todas las que se habían hacinado año tras año en aquel barrancón que colindaba con la concurrida avenida. Construyeron la casa con algunas hojalatas y palmas retorcidas que había conseguido Mercedes en los basureros que estaban en las cercanías del lugar; decidieron hacerla aún cuando el gobierno había mandado militares ordenándoles que se largaran de aquellos parajes, donde la muerte parecía tener morada. Luego, supo que Mercedes, después de muchas luchas, logró con ellos un permiso; después llegaron los demás y ya no podía controlarse la muchedumbre que se amontonaba en triste mescolanza... Mallías cogía su cigarro y lo acomodaba en sus arrugados labios. Sus ojos, con expresión ausente, se paseaban por las carnes voluptuosas de Mercedes. A veces se enfurecía, pero nadie se daba cuenta. Aquel enjambre de gente en torno a la figura de Mercedes era un motivo más que poderoso que lograba sacarlo de sus casillas. Su cigarro, entonces, recibía las embestidas de su callado coraje.
El no pensaba mucho. No quería... Los pensamientos eran tambores golpeantes que amenazaban con sacudir su pequeña constitución física. Se sacudió unas cuantas moscas, que volaban desde la carne de res que colgaba afuera, hasta sus barbas húmedas por el sudor. “¡Ah, eta jodienda!”. Los niños del barrio eran quienes más se detenían ante él; por ratos los ignoraba, pero ellos le seguían haciendo preguntas tontas. El fingía no verlos, echaba una ojeada en círculo y se volteaba para donde estaba Mercedes y su paila de frituras humeantes. Entonces los muchachos le voceaban “loquito” y Mercedes se enfurecía y los echaba a palos. El no decía nada, ni siquiera cuando le tiraban piedras.
Los que trabajaban en los talleres lo ocupaban en mandados y él los hacía sin chistar. Pero cuando escuchaba preguntar por el “loquito”, se apresuraba a regresar, con su mirada desvaída, a los senos maternales de su hermana Mercedes. “¡Coño, cuándo dejaré la maidita vaina!”, decía para sus adentros, mientras luchaba con las moscas, dándose manotazos en las barbas mugrientas, a la vez que se ocupaba en arreglar algunas hojitas de tabaco negro. Las limpiaba con mucho cuidado y se regocijaba cuando las veía todas juntitas, en el papel que le daba Mercedes de la pequeña pulpería. Ella le regalaba el papel, porque decía que con su presencia, arrimada a la primera puerta, cuidaba del negocio.
Mercedes se lamentaba, diciendo que no lo podía hacer todo. Mallías aprovechaba para decirse, a solas, que se iba bien lejos, bien lejos como hablaba su cuñado Bartolo. Bartolo hablaba bonito. El no podía hablar bonito. El hablaba, pero lo hacía a duras penas. Sentía que la sangre se le subía a la cabeza, fluía demasiado fuerte por sus sienes. Entonces, le bajaba la baba, y se la chupaba con el cigarro. Con Bartolo no había por qué tomar cuidados, no había por qué disimular. Se conocían desde el campo, desde que a su madre se la llevaron al viejo cementerio que no quedaba lejos de su bohío.
Fue en esa ocasión que Mercedes decidió la mudanza. La decidió sola, ella siempre se encargaba de todos los asuntos. A veces, él no sabía qué hacer... Era como le estaba pasando en aquellos momentos. Pero no iba a pensar, los pensamientos le dolían, las imágenes danzaban y él no las podía sujetar, como sujetaba aquellas moscas inoportunas, que le asediaban en aquel instante. Mientras, Mercedes hablaba con un cliente sobre cerrar ya el negocio, porque era muy tarde. Sí, la noche tendía su negro manto y los mecánicos guardaban sus herramientas. Los hijos de Mercedes se alcanzaban a ver a lo lejos, disputándose una vieja bicicleta que yacía abandonada en uno de los talleres. Pero Mallías no reparaba en los cambios que se operaban en aquel momento, ahora sólo quería espantar esos cuadros mentales que silbaban y caminaban ante sus ojos. Esperaba además por la dura voz de su hermana, que le ordenaba que se levantara y se fuera a bañar para acostarse. Pero no haría caso, como lo tenía por costumbre, y Mercedes tendría que golpearlo. Y él gimotearía que no le gustaba acostarse.
En las noches se apretaba la cara, se ponía rojo y caliente entre sus sábanas. Entonces buscaba los cigarros, pero no los encontraba, pues Bartolo ya no venía con tanta frecuencia. El no podía contar los días que tenía sin venir pero Mercedes sí, Mercedes sabía contar desde pequeña, la mandaron muy chiquita a la escuela y él la veía llegar con esas “dos colas de caballo”, como decía su padre.
Sí que era bonita Mercedes. Con esos ojos tan azules y grandes y era blanca, blanca... y aquellos cabellos que eran más negros que su cigarro y que se perdían abundantes en la misma cintura... Mallías se restregó los ojos. Lo hizo de forma seguida. Ya le dolían los párpados, pero más le dolía su cabeza, y se lastimaba a propósito, como si quisiera extraer sangre y no lágrimas... “¿Se va sacai lo ojo, maidito loco?”, le gritaba Mercedes desde el interior de la casucha, mientras agitaba con rabia el anafe, donde freiría a la maña siguiente nuevos plátanos para su clientela. Y concluía rabiosa: “No sé lo que le pasa a ete hombre de un tiempo pacá”.
Ella era así, soberbia y bonita. Los hombres del taller se burlaban de los senos grandes de Mercedes, pero en las noches siempre se la escuchaba reír con los que venían a rondarla. Que nadie le preguntaba a él como era: “Yo no me meto con naide”. Sólo que sus oídos no podían cerrarse como se cerraban sus ojos, cuando se presentaban imágenes que acudían mortificadoras a su mente. Ahí retorcía los brazos y los subía como si quisiera conducirlos a aquellas voces... Mercedes lo agarraba por un brazo con esa voz agria y mandona, pero que Mallías sabía podía ser dulce, como en los primeros años de su niñez. “Camine, con uté si hay que jodei”, y lo conducía empujándolo, lo acostaba y arropaba. “Anjá, hoy no se bañó, ¿veidá? Pue así se va a quedai”.
“Meicedita no trajo el agua”, exclamaba Mallías, arrastrándose. Siempre lo hacía así: desplazaba su responsabilidad sobre la hija mayor de Mercedes.
“¡Ah, uté va vei lo que le voy hacei a esa condená!”, y de inmediato su hermana se lanzaba fuera a buscar a la muchacha. La voz incrementaba su potencia a medida que Mercedes gritaba y no obtenía la respuesta buscada. Al rato, se escuchó una voz tímida y débil: “¿Qué fue, mamá?”. Era una muchacha rubia y frágil, que ya mostraba las redondeces propias de una adolescente. Debía contar a lo sumo trece años, y a la escasa luz que brindaba la luna en el patio, se ofrecí pálida, como si necesitara de cuidados. La madre la tomó de un brazo, le entró a bofetones al llegar al cuartucho. Mallías, en la cama desvencijada, se movía inquieto, pero una sonrisa extraña curvaba sus labios que brillaban oscurecidos por su cigarro. “¿Qué yo le dicho a uté, degraciá?”, Mercedes no reparaba en los golpes que le daba a su tierna hija. “¿Uté no ve como vivo yo, como una piona?”.
“¡No me dé, mamá, no me dé!”, gritaba la muchacha, cubriendo repetidamente sus brazos y su cara. “¡Fue tío, que no quiso!”. Mercedes la zarandeó dos veces, para luego lanzarla a la camita adyacente a la de Mallías. “¡Eh jei que no quiere que lo bañen!”.
“¡Cállese, mentirosa!”, vociferó Mercedes. Luego se fue, llamando a Julito, el más pequeño de sus hijos.
Mercedita escudriñaba a su tío en la oscuridad, y una pena terrible agitaba su corazón. Aquella tarea la tendría toda su vida detrás suyo, sin escapatorias. Estaría siempre sola, acompañada de aquella risa grotesca de su tío Mallías, asustándola en las noches largas; luego, las llamadas de su tío, los jadeos; el miedo de que la tocara sin que se enterara su madre. Decirlo podría provocarle la muerte. Pero un día sería distinto...
Mallías hacía círculos en los setos y en las sábanas, mientras le llegaba el sueño. Pasaban los segundos, los minutos, las horas. Mercedita parecía dormida. No luchaba más y se sentaba en la cama. “¡Los cigarros!”. Los guardaba en el armarito verde que se hallaba al lado de las barbacoas, donde dormían sus sobrinos. Entonces arrastraba su cuerpo por el empolvado piso. Hacía mucho que no se limpiaba la tierra. Todos los días era lo mismo. Con el paso del tiempo, su cuerpo se hacía pesado. Se le habían entumecido los huesos de tanto sentarse en el mismo sitio, lo que sucedía muy frecuentemente, desde que llegaron a aquella maldita ciudad ruidosa. Mercedes lo ubicó en aquella silla de guano que compró Bartolo para la mudanza, y de allí sólo se paraba a hacer algunos mandados de los mecánicos, o para buscar agua con Mercedita, al canal que estaba cerca del barranco.
En el canal le pedía a Mercedita que le pasara los cántaros de agua, y la muchacha lo tumbaba para que se mojara, pues sabía que él le tenía miedo a la profundidad del arroyo, a su fondo. Fue así, desde pequeño. Y al regresar, Mercedes le peleaba mucho, porque decía que sólo olía a “perro muerto”. No le hacía caso; estaba demasiado viejo, aunque su hermana dijera que ella era más vieja. ¿Cuántos años tenía?, pensó sacudiendo el frasco de donde sacaba los fósforos para encender su pachuché. No los encontró, por lo que dejó rodar el cristal por entre los trastos que estaban en el vasero de madera. Estos repicaron de mala manera, cuando se dejaron tocar por el frasco vacío.
Ya corría la medianoche y de seguro que Mercedita había dormido su tercer sueño; él la vigilaba, después de que Mercedes los mandaba a acostar. La observaba hasta que se quedaba rendida, pero Mercedita siempre hablaba mucho, “como su mamá”. El chocaba con las sillas que estaban en medio de la cocina, al tiempo que se recogía los pantaloncillos, casi se les caían, pero los recogía a tientas. Mercedes lo amonestaba si lo encontraba palpándose los genitales. El, entonces, retorcía los labios y la baba humedecía su boca... ¿Qué sabía ella? Las veces que Mallías intentaba agarrar a Mercedes, tocarla, ella lo empujaba y lo golpeaba con sus brazos macizos, y lo amenazaba violentamente. El sólo quería abrazarla... Cuando regresaban a sus respectivas actividades, ella alzaba el tenedor de pullas para levantar sus plátanos y batatas para los clientes de enfrente, que esperaban. Y aún ellos no advertían las miradas.
“¿Cuándo viene Bartolo, Mercedes?”, le preguntaba la gente del barrio, porque ahora Bartolo traía mercancías. Antes no, antes se jactaba de irle muy bien en la barra. Pero las cosas no estaban fáciles, por lo que Bartolo hacía muchos oficios para conseguir dinero. Cuando venía del campo, Bartolo le peleaba mucho a Mercedes, ponía su funda blanca y su gallo en el armarito, y la llamaba para la casa, pero Mercedes seguía con sus gentes en su ventorrillo. Entonces Mercedita y Julito se abrazaban a Bartolo. El recibía de inmediato el olor a mugre, los cabellos en desorden de su hija, pero luego los hacía a un lado y volvía a llamar a Mercedes. Esta respondía cuando le daba la gana. Bartolo no esperaba más y se enfurecía y la abofeteaba delante de la gente y la halaba para un cuarto para golpearla. Pero Mercedes se defendía, mientras Bartolo decía a gritos que era “una mala hembra”, porque aquel ventorrillo lo había puesto él con su dinero y ella no le obedecía. Sí, Mercedes era de las malas mujeres que no se pueden sujetar, hay que golpearlas. El no se metía, sólo veía cómo Mercedes se revolvía en la cama. “Sí, ella era muy jembra”, por eso se lo tenía bien merecido.
Mercedes se reía... Ella decía que no era de nadie, que era muy mujer para ser de un hombre; que ya tenía bien puestos los pantalones, que no era como antes, como cuando Bartolo la había forzado entre los cambrones que rodeaban el río del campo. Por lo que Bartolo, aunque hacía el intento de darle con su correa de cinto, se retiraba por los niños que se ponían a llorar y a tirarse en el suelo. Entonces Mercedes se paraba de la cama y sacudía sus bien proporcionadas nalgas, y sus ojos azules, aún llorosos, relucían en raro contraste con su pelo negro. Mallías los reconocía con los suyos, ya cansados, y buceaba en aquella mujer, que todos parecían desear.
Por un momento se palpó las sienes, miró las estrellas y la luna... y de repente, se atemorizó ante la presencia nocturna. Creía ver el rostro de su madre suplicante pasearse por la luna, y de un solo manotazo pretendió espantar el danzar del fantasma ante su vista y la oscuridad. “¡Puta vieja, quítese dei lao!”, masculló Mallías. “¡Uté no me quiso a mí, sólo a la Meicede!”. Al fin se enfrentaba a sí mismo, al fin era él mismo, y esto le producía un sentimiento que tensaba sus músculos en un mecanismo que le daba seguridad, superioridad; al fin sería un hombre real, “no un buen mierda”, como decía Bartolo. Sí, la noche sería su cómplice. Sí, sí... rió despacio, saboreando su risa que le daba una sombra macabra a su cara. “¡Maidita la tre jembra dei bojío!” El fantasma de Bartolo también bailoteaba enfrente de Mallías. “¡Jágalo, Mallía, ahora o nunca! ¡Lo jombre macho cogen a la mujere, no la piden!”, decía Bartolo en la barra. Mallías sorbió su baba, saboreando el recuerdo de la figura de su hermana y maldijo en silencio la hombría del maldito de su cuñado. Se deleitó nuevamente en la dulzura de Mercedes, la niña, que lo cuidaba, y una vocecita le susurraba que también ella lo disfrutaría.
Ahora no caminaba a duras penas, sus pasos eran firmes en el camino de piedras que llevaba a la otra casa, donde Mercedes recibía a sus hombres. Sí, allá estaba, tendida como la imaginaba, pero no con la bata; la bata estaba tirada en el suelo. Había botellas y colillas de cigarrillos en la mesita, que estaba al lado de su cama. La escasa luz de la lámpara creaba raros detalles en la abundante cabellera de Mercedes, que se desparramaba en sus gordezuelos senos. Parecía una venus agotada. Y Mallías podía escuchar murmullos ininteligibles que se escapaban, por ratos, de los labios rojos de su hermana.
Mallías se movía como un beodo en la sombra del dintel de la puerta, Mercedes hizo, al verlo, un rictus amargo. “¿Qué uté hace aquí, maidito?”, se espantó entre las sábanas humedecidas por su sudor y el de su amante. Mallías no escuchaba, se deslizaba sordo en la penumbra de la puerta de hojalatas. Una risa suave delineaba sus labios, y ya se avalanzaba sobre la figura redonda de Mercedes cuando ésta se paró y, levantando la mano derecha, le asestó un duro golpe en los brazos. Llevaba un garrote de leña puntiagudo, afilado. Por segundos, siguió golpeando fieramente los brazos de Mallías, que se refugió en un rincón de palmas torcidas, mientras gemía como perro lastimado. Su mirada era triste, ausente, suplicante. Recostado, temblaba. “¡Golpéala, como lo hace Bartolo!”, le decía una voz, pero estaba paralizado. Inusitadamente, otra idea cruzó por la mente veleidosa de Mallías. Vio la imagen de Mercedita dando vueltas en su cama, y se arrastró rápidamente por entre los palos que sustentaban el cuarto.
Mercedes se detuvo en seco. Luego, como fiera enjaulada, se vistió, y despavorida salió al patio. Amanecía. Un sol débil luchaba por imponer su luz entre los densos nubarrones que presagiaban un recio aguacero. Algunos mecánicos ya arribaban a los talleres, rehaciendo sus faenas del día anterior. Se dio cuenta de que el hombre con el que antes estaba salía de la casa poniéndose los pantalones.
“Uté madrugó mucho, Mercede, ¿eh?”, carraspeó un hombre enfundado en un kimono azul. “Digo, uté e una mujei que trabaja mucho”. Ella no le respondió. Estaba impertérrita. Unos círculos negros alrededor de sus ojos delataban su cansancio. Había llorado mucho, como un tigre desfallecido, dispuesta a recibir la inesperada muerte en la selva de una sábana mugrienta; el tiempo transcurría sin que lo sintiera. Pero ni un gesto denunciaba lo que pasaba por su cabeza. Ella estaba hecha así, de hierro. La vida la había hecho así: ¿Qué era la vida? Ya no habría posibilidad de regreso.
“Mercede”, la impaciencia del mecánico la sacó de sus abstracciones. “Mercede, uté parece cansada hoy. ¿Poiqué no llama a su hija, pa que le ayude?” “Uté tiene razón, Menelao”. Mercedes aprovechó y salió del ventorrillo. Por un momento, al mecánico le pareció que la dura de Mercedes se tambaleaba. Luego, oyó su voz levantando a su hija.
Mercedes abrió la cocina. Mallías no estaba en su cama. Mercedita estaba desvanecida en la suya. Al verla así, sintió una profunda pena por su hija... ¿Qué destino le traería la vida a esa muchacha? Las lágrimas pugnaban por salir de sus grandes ojos, hasta que al fin lo consiguieron. De un solo manotazo se las limpió.
“¡Meicidita, levántese de ahí!”, ordenó Mercedes, con su usual don de mando. La niña se irguió asustada, y casi sale huyendo de la cama. Su madre la contuvo. “¡Qué eh, muchacha de Dio!”, continuó Mercedes, alarmada, “¡qué eh!”.
Mercedita se dejó caer en la cama, sin aliento. Recuperaba el contacto con la realidad. Apartó la mirada de su madre, y buscó ansiosamente la cama de su tío Mallías. Las náuseas estremecían su estómago vacío, y cubrió su cara enrojecida por la angustia. Su madre se perdía por la puerta... Afuera preguntaba a su hermano por dónde había estado. El no le respondió. Lo vio entero, sucio y golpeado y acomodado como siempre en la silla de guano que estaba en la calzada del ventorrillo. Mercedita echó su cabeza adolorida en la almohada. Una rabia sorda se adentraba en sus pensamientos. Estaba convencida de que no había remedio... Apretó sus piernas enrojecidas, y unos leves sollozos se escaparon de su garganta, quedando atrapados para siempre en la sábana manchada.

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