domingo, 1 de mayo de 2011

Escritor invitado: Santiago Campo Gutiérrez (Jay)


El otro amigo


Casi nada ha cambiado, aun cuando seguimos reuniéndonos para beber cerveza y comer carne asada, hacer chistes fuera de tono, hablar de futbol, béisbol o marca de carros, echar una mirada a los niños que juegan a las escondidas, interrumpir la conversación y repetir otra ración de carne o cerveza, eructar o alisarnos el bigote antes de abandonar el patio de la casa de Javier, de su mujer, que ha echado más libras, como nosotros, que vemos nuestros abdómenes agrandarse.

Claro, uno ve a Javier a través de una niebla o a través de una maldita botella de cerveza, uno lo ve empeñado en decir que no se va a retirar y se pregunta por qué era tan obstinado. Llevaba más de veinte años haciendo el papel de héroe de mentira y bailarín en el precipicio, de eslabón oxidado por sangre y rocío, injusticia y remordimiento que disipaba cuando nos reuníamos en el patio de su casa a emborracharnos y comer como animales hambrientos, y celebrar los triunfos de Javier cuando su inteligencia y habilidad le servían para malograr la vida de algún infeliz, o para trabajar en un pretérito pluscuamperfecto y perpetuar una faena que englobaba la alteración de huellas dactilares, ADN, residuos de pólvora o esmalte dental; una labor que le granjeaba respeto.

Las prostitutas, los ladrones de poca monta, los marihuaneros, los negros, los taxistas, los latinos, las pobres niñas que habían dejado la escuela y andaban preñadas por ahí, los borrachos, los vendedores de donas conocían a Javier, conocían su enorme cabeza de frente amplia, que daba la impresión de tener una astucia considerable y temible, y más cuando se advertía su agilidad, su velocidad de leopardo, hasta el día en que se transformó en cifra y luego en nostalgia, nostalgia que me lleva al arrepentimiento de haberme casado con la hermana de Javier, una mujer que tiene la manía de andar siempre con una pistola niquelada, y que suele abrir, como una lechuza, los ojos en la oscuridad; una mujer que una vez dijo que era la inquilina de la vida y la muerte.

Pero lo que me preocupa, lo que esencialmente me preocupa es haber tenido un par de hijos con ella, hijos que tal vez emularán la afición a la intriga, o imitarán el estilo criminal de Javier, quien muchas veces mató por matar, como el día en que aniquiló a Beltré en el Bar Deportivo, sólo porque Beltré reía con una risa que a Javier le pareció burlona.

Javier, que siempre ganaba con el naipe marcado, que sabía el momento exacto en que un revólver debía aparecer junto al cadáver reciente, en un juego de cinismo y flaca memoria, hasta el día en que golpeó a Fabián, mi único hermano, quien vivía en un barrio donde los hombres no eran considerados humanos, sino motivo de trabajo para individuos como Javier, a quien no le importó dejar a Fabián con un riñón menos y un brazo inútil.

Obviamente, no era para quejarse ni pasarse la vida anhelando una venganza; Javier debía morir sin pretexto, y por ello me casé con su hermana. Debía pertenecer a esa familia y repetir hasta que todos me creyeran, incluyendo a los babosos de la prensa, que la invalidez de mi hermano había sido el resultado de una pelea entre Javier y él, quien también acordó no acusar de nada a su victimario. De modo que al cabo de unos años todo se había olvidado y hasta mi hermano compartía con nosotros las cervezas, la carne asada y, soterradamente, el odio.

El plan siguió el curso que debía de seguir. Pan Blanco y Sepultura (amigos de Fabián desde hacía mucho tiempo) y yo simulamos una huida en un lugar desolado y oscuro. Claro, habíamos observado a Javier y sabíamos que todos sus actos, hasta los más insignificantes, respondían a una rigurosa rutina. Su turno comenzaba a las doce de la noche y concluía a las ocho de la mañana. Casi nunca laboraba los martes, y los jueves, por alguna razón que aún desconozco, andaba solo. Cuando salía del cuartel recorría unas siete manzanas de la avenida que le correspondía patrullar y después doblaba a la izquierda, lentamente, en la calle 4, donde a mitad de cuadra se detenía un largo rato y hablaba. por teléfono. A las 1:30 de la mañana ―esto casi nunca fallaba, a menos que recibiera una llamada de emergencia― entraba a un Dunkin Donuts, situado en Main Avenue y la calle 9, conversaba con el dependiente y luego salía con tres fundas repletas de donas, refrescos y chocolate caliente; volvía al tramo de la calle 4 y comía hasta dejar las fundas vacías. A partir de las dos de la madrugada recorría una por una varias calles transversales, y a eso de las tres y veinte se adentraba en la calle 11, que desembocaba en una hilera de edificios quemados. Era un lugar donde cada invierno se reunían unos vagabundos, cerca de un tanque de metal que usaban para quemar leña y protegerse del frío. Todavía pienso en aquel diciembre cuando, desde cierta distancia, Javier notaba la ausencia de los vagabundos. La verdad es que sentí pena por él.

La percepción que tenía de sí mismo era la de un superhombre convencido de que nadie se atrevería a tocarlo. Así nos lo decía cuando se emborrachaba y con la boca llena de papas o salchichas gritaba: “Soy el número uno”.

Aquel jueves 14 de diciembre, una luna semejante a un pequeño arco desaparecía entre un grupo de nubes negras, ocasión en que el tramo donde terminaba la calle 11 se ponía completamente oscuro, ya que, además, las lamparas del alumbrado público habían sido rotas. Cuando Javier dobló en la calle 11 se detuvo antes de llegar frente a los edificios quemados. El coche tenía los faroles apagados. Después, Javier lo arrancó a velocidad mínima. Pero Sepultura, Pan Blanco y yo anticipamos todo lo que Javier era capaz de hacer. De manera que aguzamos el oído y oímos claramente cuando Javier, antes de llegar a la hilera de edificios abandonados, salía del coche. Entonces empezamos a correr. Cuando Javier percibió la carrera estábamos fuera de su alcance. Conjeturamos que los reflejos de Javier eran lentos; no hacía mucho rato había cenado.

Aún pienso en la escena y la disfruto, aunque admito que en cualquier historia de maldad, el asombro y desconcierto son una especie de contrapunto y, a la vez, eje absurdo de la armonía.

Entramos a uno de los edificios abandonados y Javier nos persiguió. Claro, podría uno imaginar la felicidad grande que invadía a Javier cuando iba detrás de aquellos hombres, de aquellos hombres que huían del Número Uno. La verdad es que me habría gustado pensar que Javier agredió a mi hermano sólo para sentirse poderoso, pero el motivo real era odio, ese odio que se funde con mezquindad y vileza y hace que ciertos hombres se transformen en monstruos. ¿Por qué odio? La respuesta es un poco absurda, lo sé: odio por nada.

En el interior del edificio, Javier encendió una linterna; oyó el ruido que hacían unos ratones; escuchó pasos discretos y empezó a subir los escalones que llevaban al segundo piso, pensando en solicitar refuerzos, pero había olvidado el radio en el auto, aunque de todos modos era un asunto que podía resolver solo ―no se trataba más que de unos vagabundos asustados. En algún lugar surgió el aleteo de un pájaro; una piedra se estrellaba en el piso, unos ratones corrían de un lado a otro, pero todo era una repetición en la vasta experiencia de Javier, quien demasiado tarde notaba que uno de los peldaños cedía.

Despertó con la sensación de que tenía la espalda destruida. Acostado en el suelo, rodeado de tres hombres enmascarados, vio que uno blandía un cuchillo y otro un pedazo de madera; el tercero no cargaba nada. Sólo miraba a Javier y sonreía; miraba a Javier, acaso con lástima, tal vez con afecto.



Jay Campo Gutiérrez nació en Santo Domingo, República Dominicana. Estudió sicología. Trabajó como periodista en varios medios de prensa de la capital dominicana, entre los que se destacan El Caribe, Teleantillas y La Noticia. Reside en la ciudad de Nueva York, donde edita y dirige el periódico El Universal (desde hace 17 años) y el quincenario bilingüe El Driver Times. Ha publicado ensayos y artículos periodísticos en diferentes diarios hispanoamericanos, tanto impresos como digitales. Publicó el libro de cuentos Los perros de la noche, (1994, Editora Mambrú, New Yorkl) y ha publicado trabajos literarios en medios como el Listín Diario, El Diario la Prensa, de Nueva York y otras. Además, algunos de sus cuentos forman parte de diferentes antologías, como historias de Washington Heights, Voces de ultramar, y Viajeros del rocío. En el 2010 el Premio Internacional de Cuentos Casa de Teatro, le otorgó un reconocimiento. Uno de sus relatos más leídos ha sido Los malvados, el cual forma parte de Los nuevos caníbales, una antología que abarca autores de Puerto Rico, República Dominicana y Cuba. La antología fue un proyecto conjunto llevado a cabo por intelectuales de los mencionados países.

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