lunes, 14 de mayo de 2007

Ramón Gil: Cuentos
















Ramón Gil (Santiago, República Dominicana,1969). Cuentista y poeta. Miembro del Taller de Narradores de Santiago. Dos cuentos y tres poemas suyos pueden leerse en la página www.escritoresdesantiago.blogspot.com. Es ganador de tercera mención en el renglón poesía del concurso Eugenio Dechamps 2006, de la biblioteca Alianza Cibaeña de Santiago, por su poemario Poemas Obsoletos. Fue asimismo ganador de tercera mención en el renglón cuento del concurso Juan Bosch de la Fundación Global Democracia y Desarrollo, FUNGLODE 2007, por su cuento “Desidia”. En marzo de 2008, ganó el segundo lugar en el décimo quinto Concurso de Cuentos de Radio Santa María en La Vega con el cuento “Movimiento Elemental”. En julio de 2008, fue reconocido como “Joven Intelectual 2008” por el taller literario Virgilio Díaz Grullón de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD-CURSA). En 2009 fue finalista del Premio de Novela Infantil de la Editorial S. M. Ha publicado el libro “Cuentos Terrenales” en diciembre de 2007, así como el libro “Desidia” en noviembre de 2008, que es una ampliación del anterior. En Sosúa, es miembro fundador de “Los Jueves Literarios”, junto al poeta Omar Messón y al escritor español Óscar Zazo. Ha publicado en el periódico “La Información” de Santiago y en la revista “Cuadernos de Ataecina” del Centro Cultural Unión Extremeña de Terrassa, Barcelona.



UN DIA DESPUES DE LLUVIA

El primer relámpago anunciando la tormenta, sonó lejos. El hombre, sumergido hasta los hombros en la piscina, no se hizo la más mínima esperanza. Se revolvió un poco en el agua, porque sentía los miembros entumecidos y no se atrevía a despegar los pies por miedo a que le sobreviniera un calambre.

El perro estaba cómodamente sentado, vigilándolo. El hombre miró el cielo y calculó que ya debía ser medianoche. Había estado en el agua desde las cuatro y estaba llegando al límite de su resistencia.

El perro y el agua habían sido sus únicas opciones y por instinto se había decidido por el agua. Ya estaba arrepentido, pero ello no alteraba en nada su realidad. Ahora le tocaba resistir y esperar, que es lo que un hombre hace cuando, por lo general, no sabe qué hacer.

El can seguía con la vista fija sobre él, pero se sobresaltó con el segundo relámpago y lanzó un gemido. Sin embargo, no huyó. Se mantuvo firme pero asustado hasta el quinto relámpago. Entonces se marchó hasta su casa desde donde siguió observando.

El hombre se sintió más calmado y libre y se dirigió varios pasos hacia la parte baja. El perro salió de su protección y lo obligó a retroceder. Vuelto a su posición original, el hombre observó el firmamento. Ya no se veían estrellas. Habían ido desapareciendo arropadas por las nubes. Minutos después, empezaban a caer las gotas. Primero espaciadas y luego en forma de lluvia compacta.

El perro se refugió y el hombre lo tomó como su mejor oportunidad. Intentó moverse y las piernas no le obedecieron.

Respiró profundo y trató de tranquilizarse, pero lo único que logró fue sentirse incómodo e inútil. Le aterraba la idea de hacer como todos ante lo inevitable y darse por vencido. Por eso intentó moverse nueva vez y su cuerpo ya no se atrevió a negarse. El perro lo miró y se acercó hasta el borde de la piscina. El hombre no se amilanó. Así adelantó unos pasos hasta llegar a donde el agua apenas rozaba su cintura.

Desde ahí miró hacia la casa. Estaba completamente a oscuras. La iluminación que lo delataba venía de una lámpara del alumbrado público. “Si al menos se fuera la luz” – pensó – y este pensamiento, sin proponérselo lo llevó hasta su casa, hasta Graciela, sola con los muchachos y de seguro mortificada por su tardanza.

¿A dónde vas? – Había dicho ella- A ver el nuevo trabajo – le contestó él. Ella le arregló la camisa y le deseó buena suerte y el hombre se despidió.

Cuando llegó al lugar, encontró el portón frontal entornado. Miró a todos lados pero no vio ningún aviso que prohibiera la entrada. Tocó durante un minuto, pero nadie se presentó. Entonces recordó que era sábado y que los dueños, de seguro, se habían marchado de vacaciones de fin de semana. Pensó regresar y decirle a Graciela que tendría que volver el lunes. Graciela le diría lo de siempre, que no importaba. Iba hacia la salida cuando recordó a los niños. Pensando todavía en ellos cambió de rumbo y se dirigió a la cocina. El patio era hermoso y bien cuidado y tenía una inmensa piscina. El hombre se miró en ella y el reflejo del agua pareció limpiarle lo que sólo había sido una intención soterrada. Ya había desistido cuando escuchó los gruñidos del perro. El susto, la dentellada y el salto fueron simultáneos. Cuando nueva vez fue dueño de su realidad, chapoteaba en el agua.

Ahora, empezaba a albear y el hombre se encontraba aterido por el frío. Ni él ni el perro habían dormido y el hombre estaba otra vez con el agua hasta el cuello.

Por vigésima vez respiraba profundo. Le faltaban fuerzas, pero le sobraba decisión. Por eso dedicó un último pensamiento a los suyos. No debía esperar más. El sol sería su peor enemigo. – Ahora o nunca – gruñó. Y empezó a escuchar una voz gritándole que saliera.

Se dirigió hacia la parte baja de la piscina, decidido a salir, cuando se escuchó el terrible crick – crack de cuando se monta una escopeta o se destraba un pestillo de hierro, pero el hombre no pudo saberlo con exactitud porque empezó a verlo todo en rojo y negro y cayó de espaldas contra el agua.




TITO

Tito se despierta con el ruido de la llovizna chocando contra las hojas de metal del techo y abre los ojos en la oscuridad. Enciende una bombilla y el brillo le deslumbra. Se levanta con cierta desidia, se ciñe una toalla alrededor de la cintura y penetra al baño. La sensación de viscosidad que le transmite el piso al contacto de sus pies descalzos lo devuelve hasta el armario de donde toma sus sandalias. Regresa al baño y levanta la tapa del excusado con su pie izquierdo. El sonido de la orina al chocar contra el agua le produce un resquemor como conato de culpa. Se sacude, abre el botiquín que descansa contra la pared y toma el tubo de pasta dentífrica. Se cepilla con un poquito de rabia y escupe en la sopera del excusado. La sombra de la contraluz le oculta que ha escupido sangre. Tira del cordón del retrete y al escuchar el remolino de aguas puercas escapando en gárgaras por la tubería, siente un vacío en el estómago. Se mete bajo la ducha y el golpe de agua fría le produce estremecimientos. Luego, toma la toalla que había colgado de un clavo en la pared y la empapa con el agua que escurre su cuerpo. Sale del baño, se viste y se peina sin mirarse al espejo. Arranca la hoja del seis de marzo del calendario y descubre sin asombro que hoy es su décimo noveno cumpleaños. Se palpa el bolsillo del pantalón y toca el billete de cien y los documentos. Luego escucha con atención y percibe como en sordina, la llovizna golpeando el techo y con toda nitidez, los ronquidos de su madre. Se tira al patio y abre el portón con estrépito de hierros y metales oxidados. Pone de nuevo la cadena y el candado; cierra y se deja engullir por la oscuridad. Una hilera de casas iguales, desdibujadas por la densidad de una llovizna apacible, le sale al paso, y, sobre su cabeza, la misma llovizna pegajosa, inútil y monótona le va mojando la gorra, la chaqueta, el pantalón vaquero y los zapatos deportivos. Mira el cielo y el mundo es una única nube negra e ininterrumpida y la tierra, al mirar hacia el suelo, un piélago de charquitos de agua sucia y brillante que refleja el más mínimo rayo de luz. Se mete las manos en los bolsillos y empieza a saltar los charcos para llegar a la parte pavimentada de la calle. La llovizna ha cesado parcialmente. Al girar su vista hacia la izquierda descubre la iglesia en construcción. Cierra los ojos y se persigna y por eso no presiente a los perros acercándosele. Un gruñido leve descodifica en su cerebro las palabras “hocicos húmedos y hambrientos” y Tito patea sin mirar. Sorprende al “Amarillo” con un golpe en las costillas y le hace gritar de tanto dolor que los otros dos se amedrentan. Busca una piedra y no encuentra ninguna en la penumbra. Los perros, aún ladrando, lo dejan alejarse y Tito se marcha latiéndole fuerte el corazón. Cuando regrese esa misma noche, verá al marido de Rosa arrastrando en una lona a los tres perros inmóviles y tiesos, mientras una ronda de niños se divertirá apaleándoles y gozando de su inmovilidad y sólo entonces Tito volverá a pensar en el incidente de la mañana, en el susto, en la patada al perro, en el grito del perro y lo lamentará sincera e irremediablemente. Cuando alcanza la salida del barrio, ya la lluvia ha cesado completamente. Se detiene unos minutos y saluda a una vendedora de café. Le pide uno y se lo va tomando por el camino. Mientras se desplaza en el carro público, va repasando su vida, y su vida es una imagen en blanco y negro de su madre roncando a piernas sueltas, de su madre carcajeándose después de lograr una jugada maestra en el dominó, de su madre, que esta noche le pedirá disculpas por no poder abrazarlo, enfrascada como siempre en una de sus sempiternas partidas. Llega a la parada, compra un pasaje y aborda. Por primera vez siente la humedad de su ropa al contacto del aire frío. Camina un poco y se sienta atrás, desde donde observa llenarse el bus de gentes iguales como el ritmo de una bachata. El chofer enciende la radio y la estridencia de un merengue típico invade cada espacio vacío del autobús. Se despierta cuando alguien lo sacude por el hombro y le recuerda que ya llegó. Tito se levanta, desciende y camina un poco para desperezarse. El sol le da contra los ojos. Se cubre con la gorra y camina durante media hora a través de un mar de gente que se dirige con prisa hacia todas partes, entre el pitido de los policías de tránsito, el tronar de los camiones y el aceleramiento excesivo de los motociclistas. Al llegar a su destino, ve el edificio pintado de beige. Una multitud impaciente hace fila delante de la edificación. El entra también, y se pone en fila. A las tres de la tarde siente hambre y algo de sueño. Delante suyo han ido retirándose al ser llamados por los altavoces. Tito toca los papeles y los palpa calientes como un huevo recién empollado. Sólo faltan dos personas más y luego será su turno. Entonces ocurre la visión, y se ve caminando por otro país, hablando otra lengua, viviendo otra vida, montado en trenes de trayectos infinitos como colonias de hormigas. Percibe en toda su magnitud la inutilidad de arrastrarse del caracol, el sabor a prisa del café de doña Pancha, la ciudad enorme y voraz despeñándose como catarata ante sus ojos, engullendo sus sueños y alimentando la utopía de irse. Despierta al escuchar su nombre en los altavoces. Aprieta fuerte los documentos en el bolsillo y en vez de dirigirse a la casilla que le corresponde, abandona la fila y sale a la calle. Por segunda vez, ese día, el sol le da contra los ojos, y la gorra no hace nada para evitarlo. Camina por las calles de la ciudad, a esta hora atestadas de ruidos, y busca con la vista el cubo de la basura más próximo. Al encontrarlo, empieza a rasgar en orden de importancia el pasaporte azul, la falsa carta crediticia, la certificación de buena conducta y el sobre lacrado con la prueba de V.I.H. Lo va tirando todo en el cubo, mientras la gente se mueve como una ruleta mecánica e indiferente alrededor de él. Terminado el acto se dirige a la parada del bus. El rito lo ha dejado sin hambre y mientras desanda lo andado, una tormenta le golpea adentro, como si un niño le patease el vientre, y estuviese a punto de nacer otro él.

1 comentario:

Ysac R. Vásquez dijo...

Buen cuento Gil. Saludos
"El hombre miró el cielo".
Pieno que debe ser "El Hombre miró al cielo". En un cuento mirar el cielo no tiene importancia, pero mirar al cielo sí.