miércoles, 16 de mayo de 2007

Luis R. Santos: Novela



Luis R. Santos. Nació en Santiago de los Caballeros, República Dominicana. Estudió agronomía en el Instituto Superior de Agricultura, Santiago; y en la Universidad Nordestana, San Francisco de Macorís. Ha sido articulista de los diarios Hoy, El Nacional y El Siglo. Ha publicado Noche de mala luna, cuentos, 1993; En el umbral del infierno, novela, 1996; Tienes que matar al perro, cuentos, 1998. Sus cuentos han sido premiados en la Alianza Cibaeña y Casa de Teatro. Varios han sido incluidos en diversas antologías nacionales e internacionales dentro de las cuales se destacan: Líneas Aéreas: nueva narrativa latinoamericana contemporánea. Editora Lengua de Trapo, Madrid, 1998; y Última Flor de Naufragio, Pedro Antonio Valdez, República Dominicana, 1995.


Memorias de un hombre solo
Novela


FRAGMENTO:


I. Aquí estoy: con un cuerpo que se niega a responder a mis mandatos. Ya ves lo que queda de mí: un amasijo de nervios, vísceras, huesos y piel, una masa impotente que no ha muerto, ahogado en sus propias inmundicias, por la benevolencia de una mujer de la que apenas conozco su nombre y por la solidaridad de otra a la que alguna vez defraudé. Tan sólo soy un muerto que respira, piensa y sufre. Ciertamente, no me interesa seguir existiendo; ahora, sólo deseo que la muerte venga y me libere.Inequívocamente, hubiese dispuesto de mi vida si ese elemental derecho de todo ser humano no estuviese vedado para mí; aunque no sé si el suicidio sería una elección correcta para alguien que ha vivido cometiéndolo día tras día, en cada jornada de su vida.
He sido severamente criticado por la pasión que, sin proponérmelo, nació un día en mi interior y me libró de una desaparición violenta. Al final, he aceptado que casi nadie me entendiera cuando decidí buscar la puerta más próxima para escapar; y los comprendí porque sé que casi todos se mantenían atrapados en esa maraña de pequeñeces que termina siendo la vida de los hombres.
Demostrado está que la cocaína, el vino, el sexo y el azar son formas de suicidio paulatinas y que si no existieran sería escandalosamente mayor el número de hombres y mujeres que se suicidaría de manera directa, con una pistola, un puñal, prendiéndose fuego, tomando un poderoso veneno, arrojándose al mar o lanzándose al precipicio. Yo opté por una de esas fórmulas.
Decido contar esta historia tal vez para que mis horas sean menos tediosas, y por complacer a alguien. Confieso que cierta dosis de vanidad también me ha incentivado. Y lo contaré todo, sin obviar ningún detalle, sin tomar en cuenta que alguien pudiera sentirse lastimado: no me importa: hace mucho que la opinión de los demás no me toca. También te enterarás de los pormenores, de las circunstancias que me mantienen postrado en este lecho. Sentirás la curiosidad golpear tu corriente sanguínea al enterarte de los detalles más asombrosos de esta vida que se acaba.
No sé si empezar por el día en que tuve la fortuna de entrar por vez primera a la que sería mi casa de la felicidad, o si por la noche memorable en que supe que jamás volvería a ser el hombre admirado, el hombre de éxito, el paradigma, el ejemplo que se ha de imitar que siempre había sido. Creo que lo haré a partir de ese instante porque todavía hoy, mientras bailo este vals abrazado a la muerte, recuerdo con nitidez aquellas preguntas que salían de mi boca dirigidas al viento salitroso que humedecía la atmósfera nocturna: ¿Tendría el coraje de hacerlo? ¿Y si se resistían? ¿Llegaría yo tan lejos? Muchas interrogantes pasaban simultáneamente por mi cabeza, y una tormenta de sensaciones contrapuestas me provocaba dudas; sin embargo, la necesidad de conseguir algún dinero era superior a cualquier sentimiento. A distancia cercana vi a una pareja. Venían abrazados. De forma regular se daban un beso. Parecían turistas. Y felices. Muchas veces escuché decir que no hay ser humano más feliz que un turista. Me recosté sobre la verja del hotel protegido por la semipenumbra que dominaba el entorno. Llevaba el revólver en el bolsillo trasero del pantalón, y tan angustiado estaba que no me importaban los automóviles que circulaban por el malecón cuyas luces me hacían visible a intervalos. Todo transcurriría sin violencia, y parecería, más bien, que conversaba con la pareja. La patrulla policial que rondaba por la zona tampoco me preocupaba; en lo que daban la vuelta en la rotonda más cercana ya habría concluido. Cuando pasaron frente a mí les cerré el paso. Saqué el revólver y les ordené que se detuvieran. —Veo que son muy dichosos –les dije serenamente–. Si desean seguir siéndolo no griten y entréguenme todo el dinero que traigan.
Sin vacilar, el hombre sacó su billetera y me pasó un pequeño puñado de dólares que llevaba dentro de ella. Recuerdo que era una cartera desvaída, deformada, no así los billetes.
—¿Nada más ? –les pregunté.
—Eso es todo lo que nos queda –respondió la mujer como pidiendo excusas por no haber guardado más para cuando yo los asaltara. Me respondió en español, para facilitarme el trabajo. No es tarea sencilla robar a puras señas. A seguidas intentó despojarse de un anillo que reconocí como de bodas.
—Está bien –le dije, afectado por el prurito de los ladrones bondadosos–, quédese con la joya, ya pasó todo. Ahora no vayan a cometer una estupidez, sigan su camino sin volver la mirada. Y me alejé en dirección contraria a la que llevaban mis víctimas. Me pareció una exageración y un gran irrespeto el robarles y también darles las instrucciones de lo que debían hacer después.
Caminaba apresurado, y en mis oídos se filtraba el rumor de un enojado mar Caribe que castigaba los arrecifes con sus violentos latigazos de agua. Doblé en la primera calle que encontré y más adelante me detuve a contar el dinero. Trescientos ocho dólares. No era demasiado, pero al menos tendría la oportunidad de continuar jugando. Si la suerte cambiaba recuperaría todo lo perdido durante la noche.

1 comentario:

ghiomara dijo...

Acabo de leer el libro, me gusto bastante, me llamó la atención como un hombre va tan apasionadamente a su destruccion.
Hay que comprender que la felicidad de unos no es la de itros