jueves, 31 de mayo de 2007

Máximo Vega: Cuento


MAXIMO VEGA


Nació en el año 1966. Ensayos y cuentos de su autoría han sido antologados en los siguientes libros: “Este Lado del País Llamado El Norte”, “Ultima Flor del Naufragio: Antología de Novísimos Cuentistas Dominicanos”, “Para Matar la Soledad: Antología del Taller de Narradores de Santiago”, “Los Nuevos Caníbales: Antología de la más Reciente Cuentística del Caribe Hispano”, “Jhonny Pacheco en Voces Ajenas”, y en la edición bilingüe “Respiro del Ritmo: La Música de Santo Domingo”, en italiano y español. En el año 2002 ganó el Concurso de Ensayo con motivo del Bicentenario del Nacimiento de Víctor Hugo, con el trabajo “Víctor Hugo en la Historia”, traducido al francés. Ha ganado algunos concursos de cuento nacionales. Es coordinador del Taller de Narradores de Santiago. Tiene tres libros publicados: “Juguete de Madera”, “Ana y los Demás” y “La Ciudad Perdida”. La tercera edición de Juguete de Madera viene acompañada del cuento “El Viaje”. El cuento “Hansel y Gretel”, que pertenece al libro “La Ciudad Perdida”, fue colocado en un libro de texto de educación media, en México.


Hansel y Gretel

Se despertaba diariamente a las seis en punto porque tenía que estar a las ocho en el trabajo, podía llegar tarde pero la jefa de la capital estaba muy autoritaria últimamente luego de que surgieran los rumores acerca de su destitución, así que no quería contrariarla ni darle ningún motivo. Se levantaba de la cama, corría a bañarse en la tina en la que se zambullía y bogaba en esas sales que prometían la energía necesaria para soportar con valor otro día rutinario exactamente igual al anterior con los mismos problemas y las mismas firmas sin sentido. Al salir de la tina, frotarse el cuerpo con la toalla concienzudamente para quitarse de encima por completo las sales que si se dejan le pican sobre todo en las axilas y en las ingles, tomar la colgate y el cepillo –hay que cambiarlo, advirtió, las cerdas empiezan a doblarse- y cepillar fuertemente cada diente y cada muela en círculos, por detrás para combatir el sarro y porque, debido a un problema infantil de exceso de hierro, el calcio todavía se le seguía poniendo negro. Escogió en el armario el traje sastre gris, el verde no porque se lo puso ayer, el azul no porque se lo puso antier y al sentarse en el carro público un fierro suelto de la carcacha le hizo un huequito a la falda como de bala, tendría que mandarse hacer otra falda y son tan caras. La camisa amarilla de algodón con los cuadritos, parece de hombre pero proporciona cierta formalidad para el trabajo; las medias pantis blancas y los zapatos sin tacones; el carterón gris. Es mejor peinarse con una cola, esa apariencia sobria proporciona también cierta formalidad para el trabajo. Luego el café escuchando las noticias, radio popular con tanta gente quejándose de la electricidad y del agua y de los baches de la calle y de la basura en las aceras y de la delincuencia y de los dentistas (¿qué clase de demente llama a un programa de radio para quejarse de lo que se sufre en un dentista?), es mejor cambiar de emisora y avanzar hacia cosas definitivamente más agradables al empezar el día como la última canción de Luis Miguel que no escucha completa porque luego del yogurt y de las tostadas con mantequilla tiene que partir rauda a tomar el concho, eso de los carros públicos se acabará pronto porque está ahorrando para comprarse su propio auto, tiene un toyota visto que está chulísimo, hermoso con sus líneas redondeadas como de ejecutivo, lástima que esté un poco caro y quizás tenga que conformarse con el honda del 95.
En el carro le pidió por favor please al chofer que le bajara el volumen porque le dolía un poco la cabeza, recordó de repente que tenía que llamar a mamá para felicitarla por las cuatro quinielas que se sacó en la lotería, esos vicios de su pasado de sirvienta, fulminó con los ojos avellana al chofer a través del retrovisor cuando producto de un bache enorme casi se come el asiento de adelante. No ha pasado nada, mi amorsote, estos choferes tan propasados, tan simplones, seguía pensando en el quejoso de los dentistas cuando llegó a pasaportes y todo el mundo la saludó con mucho respeto, se instaló cómoda y salvada en su oficina con aire acondicionado y escritorio para ella sola. A través del cristal veía todo el local y todo el personal, por supuesto: esos perezosos y perdedores que no podía cancelar porque eran miembros del partido, la muchacha de los audífonos con el chicle en la boca, el viejo barrial que atendía los visitantes y que apenas sabía leer y escribir, el guardián propasado que la piropeaba cada vez que la veía entrar o salir, en un ataque tan frontal que por primera vez desde que era encargada de la oficina se le presentó la disyuntiva entre intentar cancelarlo o hacerse la fuerte, la jefa como un hombre, y pararlo en seco con un tenga cuidado que lo puedo mandar a vender periódicos en la esquina para mantener a los cuatro hijos, y una bofetada seca que le recordaría que era una mujer y por eso la piropeaba, pero que no siguiera haciéndose el fresco con quien le daba la comida y podía quitársela.
Salvada ya, instalada por completo con las piernas medio abiertas protegidas por el escritorio cubierto por delante con el cartón piedra y la cortina corrediza que cerraba con un botón y que ocultaba todo el cristal, recordó de nuevo la canción del buenmozón de Luis Miguel y se precipitó, en el estricto sentido de la palabra, hasta el radio con la pirámide de cidís a su lado, en donde colocó 20 Años de aquel rubio bello en ese tiempo peludo y musculoso que le arrugaba sin querer todas las medias pantis. Encima del escritorio descansaba el trabajo del día: algunos papeles por firmar, memos que llegaban de la capital y que debía o cumplir ella o hacer cumplir al personal, su trabajo se basaba más bien en vigilar a los empleados, en controlar la corrupción y tratar de que no se marcharan más temprano y los pasaportes fluyeran con cierta adecuada rapidez, no demasiada desde luego, porque todo lo demás se hacía solo. Lo más difícil consistía en mantener el puesto, en soportar, en aras de continuar en esa oficina y metida en ese aire acondicionado y seguir ahorrando para tal vez el toyota, a la vieja fea esa, su jefa capitalina que se aparecía sin avisar y que todo lo encontraba mal hecho o mal colocado y siempre estaba hablando de lo amiga que era del presidente de la república. Lo malo era que había que soportarla, precisamente, que había que alabarle los colores escoceses que escogía para la ropa, el mal teñido de un dorado casi rojo, el excesivo maquillaje y el marido metiche y medio idiota que le servía de chofer, chiquito y fresco, que le hacía indecorosas proposiciones a espaldas de la vieja, prometiéndole que, si se lo daba, convencería a su señora esposa para que la nombrara asesora en la capital, con el doble del sueldo y la mitad del trabajo.
Pero a ella no le gustaba la capital, demasiado ruido y calor. A las doce y media llegó su mejor amiga Rosita que la iba a buscar en su carro para salir a comer, no almorzaba en la cafetería del huacalito porque eso de que los jefes coman en las mismas oficinas gubernamentales al lado de los empleados como que no era para ella que ya había aprendido a no codearse con todo el mundo. En el mazda de Rosita su mejor amiga encendió el radio y le preguntó si no había escuchado por una feliz casualidad el último de Luis Miguel, se notaba de inmediato la telepatía, la conexión profunda y chulísima entre las dos amigas que ese día comieron arroz con habichuelas, yogurt y carne de pollo.
-¡Hacía tanto tiempo que no comía habichuelas! –exclamó Rosita, como nostálgica.
-A mí me gustan mucho –respondió ella –Alimentan mucho, tienen muchas vitaminas. Si uno quisiera no tendría que comerse el arroz, manita, con las habichuelas basta y sobra.
-¿Ya leíste Caldo de Pollo Para el Alma? –varió el tema la Rosita intelectual- Tremendo libro, manita. Si no lo has leído te lo voy a prestar.
-¿Caldo de Pollo para qué? Estábamos hablando de comida. Tal vez de ahí te acordaste del nombre –conexión profunda de nuevo.
-Bueno, a mí me gustó mucho la carne que hiciste el otro día en tu casa, tienes que invitarme otra vez, ¿eh? Nunca había comido una carne con ese sabor.
Envidiaba un poco a Rosita porque ya había llegado a esa etapa de su existencia en la que se le veía el bienestar, en que ya no tenía que estar sacando el celular o las tarjetas de crédito para aparentar, sino que desde que se le veía en el mazda o aun a pie las pocas veces que se bajaba del auto se notaba que estaba el día entero metida en el aire acondicionado -se veía más blanca, con la piel más tersa y alejada del sol, parecía hasta más rubia- y que no comía todos los días esas comidas pesadas y grasosas.
Al volver a la oficina recibió de nuevo los saludos de todos que ya le fastidiaban un poco, el guardián arriesgó el piropo e incluso hizo ademán de tocarle aunque fuera la tela de la falda, pero ella lo detuvo con una mirada que significaba que haría todos los esfuerzos del mundo para lograr que la semana siguiente estuviese cuidándole el perrito a la hija de algún funcionario de segunda. Reprendió a doña Lola, la pobre que llenaba los formularios en la remington de los 70, porque se durmió sin querer en la silla luego de almorzar, y así la encontró ella, despatarrada y boba detrás del vaso con el jugo de limón. Le molestaba un poco la oficina luego de la comida de lunes a viernes con Rosita, le fastidiaban la haraganería que le provocaba el estómago lleno, la somnolencia del aire acondicionado y la lentitud de la oficina hasta que no llegaban las dos y algo y la gente empezaba a acudir. Era extraña toda la fila que veía, después de las dos, a través de la cortina y el cristal: dominican yorks, gente que quería emigrar pero no sabía cómo y empezaba mientras tanto sacando el pasaporte, emigrantes a Europa que llegaban rarísimos vestidos con muchos colores, poca gente normal, en fin. Se sentía entonces muy feliz de estar metida en la oficina soportando algunas veces por teléfono y una vez al mes personalmente a su jefa la fea, o amonestando sobriamente a la empleomanía, y no estar allí afuera atendiendo a la gente que no sabía ni hacer bien la fila y a quienes el guardián tenía que formarlos con algunas palabras fuertes de vez en cuando. Para eso sí que era eficiente, aunque se le iba la mano a cada rato y maltrataba, la semana pasada tuvo que llamarle la atención porque esos son votantes y si resienten el mal trato quién sabe por quién echarán la boleta en las próximas elecciones.
Pintándose las uñas con un cutex rojo que llevaba siempre en la cartera, le dieron las tres treinta y ese día lo agradeció más que nunca, sobre todo porque la tarde avanzaba calurosa y lenta y parecía no acabarse jamás el horario de trabajo. Como siempre hacía para no darle motivos a los chivatos que aparecen en todas las oficinas públicas, se quedaba la última y cerraba acompañada del guardián, aunque esa tarde dejó que los demás se marcharan –se despidió, cosa rara, de la audífonos con chicle, que se iba corriendo para la universidad y le devolvió el saludo sin ocultar un infinito desprecio- y dejó que el guardián cerrara solo porque ese día quién sabe lo que había comido porque estaba como más propasado que nunca. Pensó esto hay que aguantarlo hasta la semana que viene, y el carro público la ocupó de nuevo en Luis Miguel, en el dedo gordo que se había dejado sin pintar, y en tener cuidado para que no se le fueran al carajo las medias que no podía estar comprando todos los días si quería conseguirse el mes que viene el toyota.
De nuevo su casa. Ah, su casa. El silencio de la urbanización, las calles asfaltadas y limpias, lástima que no haya energía eléctrica porque si no ya estuviese encendida la televisión gracias al control perdido encima del sillón con esa comedia nueva del cable antes de la telenovela de las cinco, en donde aparece una actriz que se viste más bien… como le gustaría vestirse algún día a ella misma, tal vez cuando logre obtener el puesto de la vieja esa. Porque ese era un día especial, aunque tampoco haya radio y ni siquiera agua fría: esa noche iría su novio a cenar, así que le prepararía uno de esos soberbios platos con carne que tanto le habían gustado a Rosita y a dos o tres amigos y amigas más. Era la primera vez que le cocinaba, lo había conocido hacía tres semanas en un restaurante para gente in al que fue con Rosita –inseparables, ¿no?- que se conocía todos esos sitios finos y sentado en la mesa de enfrente: “el diablo, qué hombre”, y no estaba viendo a Rosita como ella siempre pensaba que hacía el sexo masculino cuando salía con su mejor amiga, que siempre veía a la de al lado, sino que se fijaba en ella y sucedió que era norteamericano y que apenas sabía hablar español pero que le gustaban las jóvenes nacionales y serias y ejecutivas de lo que sea.
Corrió a la habitación para quitarse la ropa y el maquillaje y ponerse más cómoda, la camisa crujió cuando todo el niágara que la mantenía estirada sucumbió al sudor fuera del aire acondicionado que en la oficina estaba pero que en su casa no. “Le haré carne molida”, pensó ella, inspirada en el ingrediente del futuro plato, “pero de la especial. Ojalá que todavía quede algo…” Contrariada por la posibilidad un poco remota de que la carne se hubiese terminado, se colocó una bata de casa que parecía más bien un kimono que había conseguido en una barata de boutique, y lanzando los zapatos de tacos bajos al fondo del armario trotó casi hasta una habitación vacía de las tres de su apartamento, que no usaba porque, como toda mujer soltera y profesional que se respete, vivía sola. Sacó una llave del fondo de la palma de su mano, abrió la puerta cerrada extrañamente con esa llave, unas cajas vacías y otras repletas de papel periódico llenaban los rincones. Había un olor fétido allí, extraordinariamente repugnante, pero al parecer ella estaba acostumbrada puesto que continuó sin detenerse, sin notarlo incluso. Las ventanas se encontraban cerradas, se detuvo delante de dos objetos cuadrados, como cajas, encima de una mesa con forma de escritorio. La oscuridad era tan intensa por el hermetismo del cuarto, que se había detenido realmente para que sus pupilas se agrandaran y se fuesen acostumbrando a la oscuridad, para lograr ver mejor en lo que se iba volviendo penumbras. Bajó un poco la cabeza hacia los dos objetos (de los cuales salía el hedor casi insoportable) y se decepcionó: no, ya no quedaba nada, lamentablemente. Los huesos estaban limpios en las jaulas; tendría que sacar los cuerpecitos y, quizás mañana, si no tiene mucho trabajo y Rosita no la llama para salir, pueda conseguirse dos niños más.

Altagracia Pérez: Cuento

(Noche de los pobres: Diego Rivera)




ALTAGRACIA DEL CARMEN PEREZ ALMANZAR. Nació en Santiago Rodríguez, Línea Noroeste, República Dominicana. Egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, y de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con una Licenciatura en Comunicación Social, mención Periodismo. Cuentos y poemas de su autoría, pueden ser leídos en las Antologías realizadas por el Dr. Bruno Rosario Candelier, Ateneo Insular La Creación Interiorista, 2001. La Antología de Cuentos Para Matar la Soledad, año 2000, del Taller de Narradores de Santiago. La Antología El cuento contemporáneo de Santiago, Ediciones Ferilibro, 2005. La Antología de Jóvenes Poetas Dominicanas Safo, Ediciones Ángeles de Fierro, Poesía, 2004. Ganadora del Primer Lugar del XII Concurso Literario Alianza Cibaeňa, en el Renglón Cuentos, con su libro A Mitad del Sendero, 2007. Actualmente reside en Eslovaquia, y tiene una novela inédita. Miembro del Ateneo Insular y del Taller de Narradores de Santiago. Forma parte además del equipo Editorial de la revista Mákinas y la revista literaria Mythos.

La Pasión de Mallías González:

La mirada de Mallías González se posaba en su hermana Mercedes; pero, otras veces, permitía que ésta se perdiera en los abundantes espirales de humo que ennegrecían el techo de canas. Sí, sabía que tendría que cambiar esas canas raídas y mohosas por ese hollín que emitía el fogón de tierra. Su hermana parecía encontrar un extraño placer en recordarle, cada tarde, las tareas que ella no podía realizar, ya por su condición de mujer, ya porque en algo tenía él que emplear el tiempo. “¡Ah, esa maidita vaina!”, pensó, mientras chupaba el cigarro negro que arregló él mismo, con las últimas hojas de tabaco que Bartolo García le había regalado.
No muy lejos se encontraba el vecindario, y aquella amplia avenida que les recordaba que estaban en la ciudad; por los boquetes de los setos de palma de la casa se filtraban el ruido y el trajín de los vehículos. Y Mallías como siempre, indiferente a lo que le rodeaba, sobre todo el acostumbrado grupo humano que se acercaba al ventorrillo de Mercedes, en el que se vendían frituras y algunas otras cosas que Bartolo traía del campo.
Era una casucha simple, con dos o tres cuartos añadidos, como todas las que se habían hacinado año tras año en aquel barrancón que colindaba con la concurrida avenida. Construyeron la casa con algunas hojalatas y palmas retorcidas que había conseguido Mercedes en los basureros que estaban en las cercanías del lugar; decidieron hacerla aún cuando el gobierno había mandado militares ordenándoles que se largaran de aquellos parajes, donde la muerte parecía tener morada. Luego, supo que Mercedes, después de muchas luchas, logró con ellos un permiso; después llegaron los demás y ya no podía controlarse la muchedumbre que se amontonaba en triste mescolanza... Mallías cogía su cigarro y lo acomodaba en sus arrugados labios. Sus ojos, con expresión ausente, se paseaban por las carnes voluptuosas de Mercedes. A veces se enfurecía, pero nadie se daba cuenta. Aquel enjambre de gente en torno a la figura de Mercedes era un motivo más que poderoso que lograba sacarlo de sus casillas. Su cigarro, entonces, recibía las embestidas de su callado coraje.
El no pensaba mucho. No quería... Los pensamientos eran tambores golpeantes que amenazaban con sacudir su pequeña constitución física. Se sacudió unas cuantas moscas, que volaban desde la carne de res que colgaba afuera, hasta sus barbas húmedas por el sudor. “¡Ah, eta jodienda!”. Los niños del barrio eran quienes más se detenían ante él; por ratos los ignoraba, pero ellos le seguían haciendo preguntas tontas. El fingía no verlos, echaba una ojeada en círculo y se volteaba para donde estaba Mercedes y su paila de frituras humeantes. Entonces los muchachos le voceaban “loquito” y Mercedes se enfurecía y los echaba a palos. El no decía nada, ni siquiera cuando le tiraban piedras.
Los que trabajaban en los talleres lo ocupaban en mandados y él los hacía sin chistar. Pero cuando escuchaba preguntar por el “loquito”, se apresuraba a regresar, con su mirada desvaída, a los senos maternales de su hermana Mercedes. “¡Coño, cuándo dejaré la maidita vaina!”, decía para sus adentros, mientras luchaba con las moscas, dándose manotazos en las barbas mugrientas, a la vez que se ocupaba en arreglar algunas hojitas de tabaco negro. Las limpiaba con mucho cuidado y se regocijaba cuando las veía todas juntitas, en el papel que le daba Mercedes de la pequeña pulpería. Ella le regalaba el papel, porque decía que con su presencia, arrimada a la primera puerta, cuidaba del negocio.
Mercedes se lamentaba, diciendo que no lo podía hacer todo. Mallías aprovechaba para decirse, a solas, que se iba bien lejos, bien lejos como hablaba su cuñado Bartolo. Bartolo hablaba bonito. El no podía hablar bonito. El hablaba, pero lo hacía a duras penas. Sentía que la sangre se le subía a la cabeza, fluía demasiado fuerte por sus sienes. Entonces, le bajaba la baba, y se la chupaba con el cigarro. Con Bartolo no había por qué tomar cuidados, no había por qué disimular. Se conocían desde el campo, desde que a su madre se la llevaron al viejo cementerio que no quedaba lejos de su bohío.
Fue en esa ocasión que Mercedes decidió la mudanza. La decidió sola, ella siempre se encargaba de todos los asuntos. A veces, él no sabía qué hacer... Era como le estaba pasando en aquellos momentos. Pero no iba a pensar, los pensamientos le dolían, las imágenes danzaban y él no las podía sujetar, como sujetaba aquellas moscas inoportunas, que le asediaban en aquel instante. Mientras, Mercedes hablaba con un cliente sobre cerrar ya el negocio, porque era muy tarde. Sí, la noche tendía su negro manto y los mecánicos guardaban sus herramientas. Los hijos de Mercedes se alcanzaban a ver a lo lejos, disputándose una vieja bicicleta que yacía abandonada en uno de los talleres. Pero Mallías no reparaba en los cambios que se operaban en aquel momento, ahora sólo quería espantar esos cuadros mentales que silbaban y caminaban ante sus ojos. Esperaba además por la dura voz de su hermana, que le ordenaba que se levantara y se fuera a bañar para acostarse. Pero no haría caso, como lo tenía por costumbre, y Mercedes tendría que golpearlo. Y él gimotearía que no le gustaba acostarse.
En las noches se apretaba la cara, se ponía rojo y caliente entre sus sábanas. Entonces buscaba los cigarros, pero no los encontraba, pues Bartolo ya no venía con tanta frecuencia. El no podía contar los días que tenía sin venir pero Mercedes sí, Mercedes sabía contar desde pequeña, la mandaron muy chiquita a la escuela y él la veía llegar con esas “dos colas de caballo”, como decía su padre.
Sí que era bonita Mercedes. Con esos ojos tan azules y grandes y era blanca, blanca... y aquellos cabellos que eran más negros que su cigarro y que se perdían abundantes en la misma cintura... Mallías se restregó los ojos. Lo hizo de forma seguida. Ya le dolían los párpados, pero más le dolía su cabeza, y se lastimaba a propósito, como si quisiera extraer sangre y no lágrimas... “¿Se va sacai lo ojo, maidito loco?”, le gritaba Mercedes desde el interior de la casucha, mientras agitaba con rabia el anafe, donde freiría a la maña siguiente nuevos plátanos para su clientela. Y concluía rabiosa: “No sé lo que le pasa a ete hombre de un tiempo pacá”.
Ella era así, soberbia y bonita. Los hombres del taller se burlaban de los senos grandes de Mercedes, pero en las noches siempre se la escuchaba reír con los que venían a rondarla. Que nadie le preguntaba a él como era: “Yo no me meto con naide”. Sólo que sus oídos no podían cerrarse como se cerraban sus ojos, cuando se presentaban imágenes que acudían mortificadoras a su mente. Ahí retorcía los brazos y los subía como si quisiera conducirlos a aquellas voces... Mercedes lo agarraba por un brazo con esa voz agria y mandona, pero que Mallías sabía podía ser dulce, como en los primeros años de su niñez. “Camine, con uté si hay que jodei”, y lo conducía empujándolo, lo acostaba y arropaba. “Anjá, hoy no se bañó, ¿veidá? Pue así se va a quedai”.
“Meicedita no trajo el agua”, exclamaba Mallías, arrastrándose. Siempre lo hacía así: desplazaba su responsabilidad sobre la hija mayor de Mercedes.
“¡Ah, uté va vei lo que le voy hacei a esa condená!”, y de inmediato su hermana se lanzaba fuera a buscar a la muchacha. La voz incrementaba su potencia a medida que Mercedes gritaba y no obtenía la respuesta buscada. Al rato, se escuchó una voz tímida y débil: “¿Qué fue, mamá?”. Era una muchacha rubia y frágil, que ya mostraba las redondeces propias de una adolescente. Debía contar a lo sumo trece años, y a la escasa luz que brindaba la luna en el patio, se ofrecí pálida, como si necesitara de cuidados. La madre la tomó de un brazo, le entró a bofetones al llegar al cuartucho. Mallías, en la cama desvencijada, se movía inquieto, pero una sonrisa extraña curvaba sus labios que brillaban oscurecidos por su cigarro. “¿Qué yo le dicho a uté, degraciá?”, Mercedes no reparaba en los golpes que le daba a su tierna hija. “¿Uté no ve como vivo yo, como una piona?”.
“¡No me dé, mamá, no me dé!”, gritaba la muchacha, cubriendo repetidamente sus brazos y su cara. “¡Fue tío, que no quiso!”. Mercedes la zarandeó dos veces, para luego lanzarla a la camita adyacente a la de Mallías. “¡Eh jei que no quiere que lo bañen!”.
“¡Cállese, mentirosa!”, vociferó Mercedes. Luego se fue, llamando a Julito, el más pequeño de sus hijos.
Mercedita escudriñaba a su tío en la oscuridad, y una pena terrible agitaba su corazón. Aquella tarea la tendría toda su vida detrás suyo, sin escapatorias. Estaría siempre sola, acompañada de aquella risa grotesca de su tío Mallías, asustándola en las noches largas; luego, las llamadas de su tío, los jadeos; el miedo de que la tocara sin que se enterara su madre. Decirlo podría provocarle la muerte. Pero un día sería distinto...
Mallías hacía círculos en los setos y en las sábanas, mientras le llegaba el sueño. Pasaban los segundos, los minutos, las horas. Mercedita parecía dormida. No luchaba más y se sentaba en la cama. “¡Los cigarros!”. Los guardaba en el armarito verde que se hallaba al lado de las barbacoas, donde dormían sus sobrinos. Entonces arrastraba su cuerpo por el empolvado piso. Hacía mucho que no se limpiaba la tierra. Todos los días era lo mismo. Con el paso del tiempo, su cuerpo se hacía pesado. Se le habían entumecido los huesos de tanto sentarse en el mismo sitio, lo que sucedía muy frecuentemente, desde que llegaron a aquella maldita ciudad ruidosa. Mercedes lo ubicó en aquella silla de guano que compró Bartolo para la mudanza, y de allí sólo se paraba a hacer algunos mandados de los mecánicos, o para buscar agua con Mercedita, al canal que estaba cerca del barranco.
En el canal le pedía a Mercedita que le pasara los cántaros de agua, y la muchacha lo tumbaba para que se mojara, pues sabía que él le tenía miedo a la profundidad del arroyo, a su fondo. Fue así, desde pequeño. Y al regresar, Mercedes le peleaba mucho, porque decía que sólo olía a “perro muerto”. No le hacía caso; estaba demasiado viejo, aunque su hermana dijera que ella era más vieja. ¿Cuántos años tenía?, pensó sacudiendo el frasco de donde sacaba los fósforos para encender su pachuché. No los encontró, por lo que dejó rodar el cristal por entre los trastos que estaban en el vasero de madera. Estos repicaron de mala manera, cuando se dejaron tocar por el frasco vacío.
Ya corría la medianoche y de seguro que Mercedita había dormido su tercer sueño; él la vigilaba, después de que Mercedes los mandaba a acostar. La observaba hasta que se quedaba rendida, pero Mercedita siempre hablaba mucho, “como su mamá”. El chocaba con las sillas que estaban en medio de la cocina, al tiempo que se recogía los pantaloncillos, casi se les caían, pero los recogía a tientas. Mercedes lo amonestaba si lo encontraba palpándose los genitales. El, entonces, retorcía los labios y la baba humedecía su boca... ¿Qué sabía ella? Las veces que Mallías intentaba agarrar a Mercedes, tocarla, ella lo empujaba y lo golpeaba con sus brazos macizos, y lo amenazaba violentamente. El sólo quería abrazarla... Cuando regresaban a sus respectivas actividades, ella alzaba el tenedor de pullas para levantar sus plátanos y batatas para los clientes de enfrente, que esperaban. Y aún ellos no advertían las miradas.
“¿Cuándo viene Bartolo, Mercedes?”, le preguntaba la gente del barrio, porque ahora Bartolo traía mercancías. Antes no, antes se jactaba de irle muy bien en la barra. Pero las cosas no estaban fáciles, por lo que Bartolo hacía muchos oficios para conseguir dinero. Cuando venía del campo, Bartolo le peleaba mucho a Mercedes, ponía su funda blanca y su gallo en el armarito, y la llamaba para la casa, pero Mercedes seguía con sus gentes en su ventorrillo. Entonces Mercedita y Julito se abrazaban a Bartolo. El recibía de inmediato el olor a mugre, los cabellos en desorden de su hija, pero luego los hacía a un lado y volvía a llamar a Mercedes. Esta respondía cuando le daba la gana. Bartolo no esperaba más y se enfurecía y la abofeteaba delante de la gente y la halaba para un cuarto para golpearla. Pero Mercedes se defendía, mientras Bartolo decía a gritos que era “una mala hembra”, porque aquel ventorrillo lo había puesto él con su dinero y ella no le obedecía. Sí, Mercedes era de las malas mujeres que no se pueden sujetar, hay que golpearlas. El no se metía, sólo veía cómo Mercedes se revolvía en la cama. “Sí, ella era muy jembra”, por eso se lo tenía bien merecido.
Mercedes se reía... Ella decía que no era de nadie, que era muy mujer para ser de un hombre; que ya tenía bien puestos los pantalones, que no era como antes, como cuando Bartolo la había forzado entre los cambrones que rodeaban el río del campo. Por lo que Bartolo, aunque hacía el intento de darle con su correa de cinto, se retiraba por los niños que se ponían a llorar y a tirarse en el suelo. Entonces Mercedes se paraba de la cama y sacudía sus bien proporcionadas nalgas, y sus ojos azules, aún llorosos, relucían en raro contraste con su pelo negro. Mallías los reconocía con los suyos, ya cansados, y buceaba en aquella mujer, que todos parecían desear.
Por un momento se palpó las sienes, miró las estrellas y la luna... y de repente, se atemorizó ante la presencia nocturna. Creía ver el rostro de su madre suplicante pasearse por la luna, y de un solo manotazo pretendió espantar el danzar del fantasma ante su vista y la oscuridad. “¡Puta vieja, quítese dei lao!”, masculló Mallías. “¡Uté no me quiso a mí, sólo a la Meicede!”. Al fin se enfrentaba a sí mismo, al fin era él mismo, y esto le producía un sentimiento que tensaba sus músculos en un mecanismo que le daba seguridad, superioridad; al fin sería un hombre real, “no un buen mierda”, como decía Bartolo. Sí, la noche sería su cómplice. Sí, sí... rió despacio, saboreando su risa que le daba una sombra macabra a su cara. “¡Maidita la tre jembra dei bojío!” El fantasma de Bartolo también bailoteaba enfrente de Mallías. “¡Jágalo, Mallía, ahora o nunca! ¡Lo jombre macho cogen a la mujere, no la piden!”, decía Bartolo en la barra. Mallías sorbió su baba, saboreando el recuerdo de la figura de su hermana y maldijo en silencio la hombría del maldito de su cuñado. Se deleitó nuevamente en la dulzura de Mercedes, la niña, que lo cuidaba, y una vocecita le susurraba que también ella lo disfrutaría.
Ahora no caminaba a duras penas, sus pasos eran firmes en el camino de piedras que llevaba a la otra casa, donde Mercedes recibía a sus hombres. Sí, allá estaba, tendida como la imaginaba, pero no con la bata; la bata estaba tirada en el suelo. Había botellas y colillas de cigarrillos en la mesita, que estaba al lado de su cama. La escasa luz de la lámpara creaba raros detalles en la abundante cabellera de Mercedes, que se desparramaba en sus gordezuelos senos. Parecía una venus agotada. Y Mallías podía escuchar murmullos ininteligibles que se escapaban, por ratos, de los labios rojos de su hermana.
Mallías se movía como un beodo en la sombra del dintel de la puerta, Mercedes hizo, al verlo, un rictus amargo. “¿Qué uté hace aquí, maidito?”, se espantó entre las sábanas humedecidas por su sudor y el de su amante. Mallías no escuchaba, se deslizaba sordo en la penumbra de la puerta de hojalatas. Una risa suave delineaba sus labios, y ya se avalanzaba sobre la figura redonda de Mercedes cuando ésta se paró y, levantando la mano derecha, le asestó un duro golpe en los brazos. Llevaba un garrote de leña puntiagudo, afilado. Por segundos, siguió golpeando fieramente los brazos de Mallías, que se refugió en un rincón de palmas torcidas, mientras gemía como perro lastimado. Su mirada era triste, ausente, suplicante. Recostado, temblaba. “¡Golpéala, como lo hace Bartolo!”, le decía una voz, pero estaba paralizado. Inusitadamente, otra idea cruzó por la mente veleidosa de Mallías. Vio la imagen de Mercedita dando vueltas en su cama, y se arrastró rápidamente por entre los palos que sustentaban el cuarto.
Mercedes se detuvo en seco. Luego, como fiera enjaulada, se vistió, y despavorida salió al patio. Amanecía. Un sol débil luchaba por imponer su luz entre los densos nubarrones que presagiaban un recio aguacero. Algunos mecánicos ya arribaban a los talleres, rehaciendo sus faenas del día anterior. Se dio cuenta de que el hombre con el que antes estaba salía de la casa poniéndose los pantalones.
“Uté madrugó mucho, Mercede, ¿eh?”, carraspeó un hombre enfundado en un kimono azul. “Digo, uté e una mujei que trabaja mucho”. Ella no le respondió. Estaba impertérrita. Unos círculos negros alrededor de sus ojos delataban su cansancio. Había llorado mucho, como un tigre desfallecido, dispuesta a recibir la inesperada muerte en la selva de una sábana mugrienta; el tiempo transcurría sin que lo sintiera. Pero ni un gesto denunciaba lo que pasaba por su cabeza. Ella estaba hecha así, de hierro. La vida la había hecho así: ¿Qué era la vida? Ya no habría posibilidad de regreso.
“Mercede”, la impaciencia del mecánico la sacó de sus abstracciones. “Mercede, uté parece cansada hoy. ¿Poiqué no llama a su hija, pa que le ayude?” “Uté tiene razón, Menelao”. Mercedes aprovechó y salió del ventorrillo. Por un momento, al mecánico le pareció que la dura de Mercedes se tambaleaba. Luego, oyó su voz levantando a su hija.
Mercedes abrió la cocina. Mallías no estaba en su cama. Mercedita estaba desvanecida en la suya. Al verla así, sintió una profunda pena por su hija... ¿Qué destino le traería la vida a esa muchacha? Las lágrimas pugnaban por salir de sus grandes ojos, hasta que al fin lo consiguieron. De un solo manotazo se las limpió.
“¡Meicidita, levántese de ahí!”, ordenó Mercedes, con su usual don de mando. La niña se irguió asustada, y casi sale huyendo de la cama. Su madre la contuvo. “¡Qué eh, muchacha de Dio!”, continuó Mercedes, alarmada, “¡qué eh!”.
Mercedita se dejó caer en la cama, sin aliento. Recuperaba el contacto con la realidad. Apartó la mirada de su madre, y buscó ansiosamente la cama de su tío Mallías. Las náuseas estremecían su estómago vacío, y cubrió su cara enrojecida por la angustia. Su madre se perdía por la puerta... Afuera preguntaba a su hermano por dónde había estado. El no le respondió. Lo vio entero, sucio y golpeado y acomodado como siempre en la silla de guano que estaba en la calzada del ventorrillo. Mercedita echó su cabeza adolorida en la almohada. Una rabia sorda se adentraba en sus pensamientos. Estaba convencida de que no había remedio... Apretó sus piernas enrojecidas, y unos leves sollozos se escaparon de su garganta, quedando atrapados para siempre en la sábana manchada.

José D'Laura: Cuento


JOSE D׳LAURA:


Nació en Santiago de los Caballeros. Es locutor, y uno de los más importantes críticos de cine de nuestro país. Por varios años se desempeñó como profesor de la cátedra de Cine Latinoamericano en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. En el diario “La Información” publicó su columna de crítica cinematográfica “Entre el Espanto y la Ternura”. Cuentos y artículos suyos han aparecido en publicaciones del país y del extranjero.

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this week

Un eclipse de sonrisa se dibujó en sus labios. Lejana, y perdida en algún rincón de mi memoria, estaba aquella Pura Sonrisa que me había atravesado las zonas oscuras de la razón y pobló de luz y colorido mi vida estéril y transparente. Su pura sonrisa, el estigma de mi perdición, el pasaporte que me regresaba de mis cotidianas ausencias, como cuando volvemos por un túnel oscuro que nos conduce a una estancia paradisíaca. Su pura sonrisa, la señal más idónea y cabal de su inocencia, de la honestidad de su entrega, de la pureza que anidaba en su alma. Sólo un ángel puede reír así. Con una sonrisa franca, redentora. Reía cuando me llevaba de la mano a los sitios más inhóspitos para hacer el amor: debajo de la mesa, dentro del closet, en el interior del auto, como si fuésemos dos amantes temerosos de ser descubiertos (como efectivamente lo éramos) lo que le daba un toque de aventura prohibida que matizaba aún más nuestro goce. Reía, cuando saltaba la verja de la Iglesia San José luego que un celoso celador nos encerrara para cobrarnos una irreverencia. Reía, debo repetirlo, con su Pura Sonrisa, cuando jugueteaba a maquillarme de payaso con su estuche de cosméticos inútiles. “Ni soy india apache, ni estoy en guerra” y volvía a reír, a llenar el espacio con sus primaveras, con su energía, y me tomaba de las manos y me daba seguridad. Recordé aquellos versos, de dudosa calidad artística, que le escribí en nuestra primera madrugada:

Amaneciste con el pelo transparente
renaciste en mi, plena, mañanera
descubrí tu alma
y mi locura por tus labios
siempre rosa
y tu sonrisa eterna.

Su rostro se derritió en tristeza. Como un globo al que se le escapa el aire, paulatina pero inexorablemente. Sufría. Parecía envejecer a una velocidad espantosa. Quedaba definitivamente atrás la adolescente que paseaba desnuda por la playa y me invitaba a adentrarme al mar y a su cuerpo, a sabiendas de que pasaríamos días interminables de ungüentos y suplicios. Ya no era ella sino su sombra. Intentó decirme algo, pero la idea se le escapó y sólo ejecutó el gesto absurdo de quien quiere hablar y no puede. Se turbó y, de la vergüenza, quedó petrificada. Cabizbaja, sin saber qué hacer ni decir, me dio la sensación de estar frente a un cadáver. Porque me quería, prometió sería el último en enterarme cuando ella muriera. Esta única razón me ataba al pensamiento de que aún vivía. Sólo cuando se ama en demasía, somos capaces de mostrar nuestros verdaderos rostros, con nuestros defectos y nuestras inseguridades. Frente a mí estaba ella, absolutamente indefensa y desnuda. La que veía era su auténtica cara, la misma que tantas veces protegió escudándose con su cinismo despiadado cuando algún hombre la flirteaba. Reparé en un detalle: su cara estaba exenta de las huellas eternas que marcan las lágrimas derramadas en el nombre del amor.

Sus ojos volaban como gaviotas asustadas. Era evidente: la oprimía el temor a mirarme y caer en el vacío del llanto. Ambos temíamos que alguna lágrima inoportuna se deslizara mejilla abajo. Las consecuencias eran imprevisibles y, en un momento como el que vivíamos, la sombra del suicidio flota por encima de nuestra razón y se mantiene amenazante, como esas nubes grises que ensucian el cielo en las tardes de verano. Sus ojos asustados estaban habitados por la amargura. Busqué en sus pupilas nuestra verdad y sólo pude hallar un mundo de dudas y vacilaciones. Pensé en su extraña manía de verse al espejo a toda hora, incluso cuando nuestros cuerpos se entrelazaban en la afanosa lucha por el placer. “El espejo nos dice quiénes somos en realidad”, me repetía con una autoridad que me pareció más apropiada para Borges. Sus ojos de castor enamorada irradiaban infancia, cuando comía, en cantidades industriales, helado de chocolate después de hacer el amor. Ahora eran los ojos tristes de un niño que ha cometido una travesura y sabe que lo van a castigar, pero no pide clemencia porque sabe merecido su castigo. Se sabe culpable. Pero, ¿qué travesura había cometido ella?, ¿quién quería castigarla?, ¿acaso el castigo era marcharse dejando a un lado nuestro maravilloso idilio?, ¿no sería eso un castigo para mí?, ¿qué travesura había cometido yo?, ¿por qué tenía que castigarme de esa manera?, ¿no había posibilidad alguna de resolver esta situación?, ¿por qué tenemos que expiar nuestras culpas con sufrimientos?, ¿acaso no basta con aceptarlos y aprovechar la lección?, ¿cuál era la lección que nos dejaba esta travesura?, ¿cuál travesura?, ¿acaso no éramos dos personas que buscaban entre la multitud de transeúntes autómatas alguien para compartir nuestras vidas?, ¿es eso una travesura?, ¿había sido esa nuestra falta?, ¿a quién?, ¿a quién le habíamos faltado?, ¿por qué teníamos que pagarle con nuestro pesar?, ¿merecíamos esto?; Por todos los santos, ¿era absolutamente necesaria su partida?

- Hasta el cielo –me dijo, dio media vuelta y se fue tal como llegó: ingrávida y envuelta en una nebulosa de sueño.

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Miércoles, 15 de junio.
Juego al amor con todas las cartas sobre la mesa. Me precio de ser auténtica conmigo misma, con lo que pienso y lo que hago. Por eso no quiero convencerme de que no lo quiero, sería pecar de hipócrita. Quisiera, más bien, conciliar mis afectos encontrados. Pienso que un simple “Hasta el cielo” no es suficiente para dejar atrás estas semanas de plena felicidad y de insufrible angustia, emociones que van de la mano, como hermanas inseparables. A veces, nos olvidamos gozar nuestra felicidad por angustiarnos pensando hasta cuándo durará. No sé cuán difícil resultará nuestro definitivo adiós, pero yo más que nadie estoy consciente de lo inevitable de mi partida.

Jueves, 16 de junio.
El amor ideal y, por ende eterno, no existe: eso lo inventó Shakespeare, con tan pobres resultados que prefirió suicidar a los amantes desconsolados, antes que rendirle cuentas al mundo por su absoluto fracaso. Nuestros amores ideales están limitados por el tiempo, nunca son eternos. Más aún, nunca vamos a ellos confiados, sino que llevamos con nosotros las sombras de nuestras imperfecciones: nuestros odios, nuestros olvidos, nuestras heridas, nuestro egoísmo. Siempre tememos ser engañados. El amor es magia. Nos horripila la idea de ser las víctimas del acto de magia del amor, no sólo porque el auditorio está conformado por las personas que nos son más cercanas: padre, madre, hermanos, tíos, abuelos y amigos, sino porque sabemos que la burla es el final obligado del espectáculo, que todos esperan para llorar a carcajadas, satisfacer su morbo y celebrar nuestra infelicidad.

Sábado, 18 de junio.
No todos estamos dispuestos a inmolarnos en el nombre del amor.

Domingo, 19 de junio.
Nunca estamos del todo en nosotros mismos. Siempre subordinamos la posible felicidad a los límites de nuestro miedo. En la mayoría de las veces, no somos dueños de nuestros actos, casi siempre somos incitados por otras personas a hacerlos. Nuestro tránsito se realiza a merced de los demás, ellos deciden qué rutas son convenientes. Recuerdo perfectamente la primera vez que besé un chico. Sucedió en el Teatro Colón. El colegio donde estudiábamos organizó una función de “La guerra de las Galaxias”. En un momento dado, aproveché que se me acercó, le tomé la cara con furia y lo mordí. Su confusión fue mayúscula y apenas atinó a decir: “Sólo quería decirte algo...”. Entonces comprendí que estaba loca por él y sudé las fiebres más complejas cuando lo veía llegar y sentarse a mi lado, ausente de todos mis sufrimientos. Lo odié con todas mis fuerzas, hasta que otro de la clase me hizo sudar fiebres de nuevo. Conocí el amor, el odio, el sufrimiento y la angustia por medio de otros que ni cuenta se dieron.

Lunes, 20 de junio.
No todo es tan fácil como ser niños en la cama, drogarnos, descifrar las letras de la última de Michael Jackson y besarnos con fiereza. No sé, a veces desarrollamos los afectos más sentidos y profundos por los seres más humildes. Como él. Con su locura cotidiana, con su particular rebeldía contra cualquier cosa, con los arrebatos para el amor (tengo una colección de blusas desgarradas), con su dejo de permanente ausencia. Mis sentimientos se hacen nebulosos, transitan por la estrecha línea que separa la admiración y el deseo. Dudo sobre si le quiero más que admirarlo o le admiro más que quererle. Podría parecer cursi, pero quiero escribirlo: la seguridad me embarga cuando me toma de la mano y me estrecha hasta sentir los latidos de su corazón con los míos.
Hoy me sorprendí llorando mi felicidad frente al espejo.

Martes, 21 de junio.
La vida está segmentada en piezas de felicidad y frustraciones que se alternan al azar. Si así lo decido ejercitaré el derecho a mi pedazo de felicidad, venceré mi miedo, pero mi libertad se verá seriamente limitada. Todos sabemos lo terrible de vivir en soledad, pero pocos reconocemos que, cuando el amor se hace costumbre, nos convertimos en adictos de nuestra pareja. Y eso nos cohíbe. Llega el tiempo en que dos se vuelven uno, es decir, se convierten en dos medios. Si estamos solas, somos incompletas, si no lo estamos también. Es frustrante, pero es la realidad. Nos pasamos una vida entera obsesionados con la idea de la felicidad para terminar llorando de impotencia al comprender que una abstracción, por su propia condición, es algo inalcanzable. La única felicidad posible es la que se vive a retazos.

Miércoles, 22 de junio.
Soy feliz. Ahora lo sé con certeza, cuando veo ese hombre simple, ese cuerpo menudo y desnudo, con su sexo en reposo, que se acerca trayendo consigo el premio a mi amor: helado de chocolate.

Luis Córdova: cuento


LUIS CORDOVA


Nació en 1980. Es miembro fundador del Taller de Narradores de Santiago. Obtuvo el Primer Lugar en el Concurso de Cuento de Radio Santa María. Ha obtenido menciones en otros concursos literarios, entre ellos el Concurso de Cuento René del Risco Bermúdez. En el año 2005 obtuvo el Premio Nacional de Cuento de la Sociedad Cultural Renovación. Es miembro de Casa de Arte, de la Alianza Cibaeña y de Amantes de la Luz. Fue antologado en el libro “Para Matar La Soledad: Antología del Taller de Narradores de Santiago”. Actualmente se desempeña como investigador asociado al historiador, crítico y pintor Danilo de los Santos.



No Le Temas A La Noche


La noche tiene secretos que, a veces, sólo nuestros cuerpos pueden descifrar. La noche será siempre un misterioso y virginal espacio, un cielo abierto como revés de la luna, que sólo podemos definir con mentiras.
De esta historia quizás sea ella, la noche, la única protagonista, pero protagonista no será sinónimo de la manía romántica de encontrar una superioridad en la que se encarne la historia, hasta lograr que el final se subordine a ella. No. Aquí la noche, en calidad de protagonista, podrá tener la misma importancia que la mar, los rieles, los antiguos barcos o quizás se parezca la noche a Claudio y a Fabián. Su justificación como protagonista es que sólo ella ha podido mantener la virginidad de su misterio.
Cada palabra contiene un arcano. Cada palabra nos acerca a un destino que nos contiene y, en los escarceos de su juego, nos obligará a ser como dados que giran por toda la mesa sin antes chocar con otras piezas, donde todo encontrará la lujuria precisa que nos apartará de la realidad.
Noche. Oscuridad. Penumbras. Son palabras inútiles que no alcanzan la magia suficiente para definir, entonces sinceramente, los avatares de un corazón asustado. Pero nuestras vidas irán recogiendo temores para buscar la necesaria palabra que defina nuestras verdades. Desde niños vamos buscando lo desconocido, lo que se nos niega. El mundo por descubrir sólo lo limitará a un miedo más grande que la voluntad de encontrar las respuestas.
Muy entrada mi infancia descubrí que le temía a la oscuridad. Pero no a la oscuridad de una habitación sin luz. Descubrí que mi temor era a una soledad mayor, que se siente cuando las luces se empeñan en cegarnos, una oscuridad que arropa los cuerpos y los somete a su color, esa que se envuelve con la noche. Nada se le escapará a ella. De súbito sentía cómo se apoderaba de nuestras sonrisas, nos pesaba ver la despedida amarilla de un día; un sol herido por el naranja que ya no molestaba en los ojos, vencido por una coloración tan extraña que parecía tierna. La mar se tragaba la última redondez del amarillo del sol. Ahora la noche, esa tuerta terrible, colgaría su único ojo color plata en el último de los confines de su negritud.
Pero cada edad trae consigo su miedo, su pena. Lo que antes me parecía tan temido es ahora un recuerdo sencillo y nostálgico. Estas edades mayores nos enseñan a conjuran falsedades. Sólo la niñez nos hará entender el miedo mayúsculo, que viviremos una vez. Claudio y Fabián encontraron la salida del laberinto de los miedos, intentaron la verdad.

...pero cuándo es que estos muchachos van a ser hombre... tan grandes y tan pendejos...

Fabián era el mayor y tenia siete años. Claudio era casi de igual tamaño que su hermano, e igual eran de flacos y de morenos. Siete y seis años esperando que la marea trajera buenos peces, para poder llegar a la escuela. Siete y seis años esperando que nada sucediera, esperando desesperarse; esperando hasta ser hombres, tan brutales como su padre. Su padre sólo se preocupaba de que sus hijos echaran buenos músculos, porque según él era ya tiempo de que aprendieran el oficio, que supieran cuánto se sufre en las yolas que pierden sus colores en las olas que las agitan, que aprendieran a sufrir, igual que él, el mal pago de la pesca.
Ayudarse. Eso era lo que decía su madre, embarazada, esperando que sus dos muchachos crecieran para que se fueran mar adentro con su padre a oscurecer sus pechos, a desafiar las muertes que sufre un solo hombre.

...¡vengan!, tráiganme la rede...

Ya era tiempo de que nada sucediera. A Fabián y a Claudio les sorprendía ver el claro del mar, las yolas sin un color definido, pintadas con la misma amargura con la que estaban pintadas sus casas.

... y los hijo tuyo van a la peca hoy...

Para Fabián, ir al mar no le importaba en lo absoluto, para él lanzarse en una yola era un oficio que algún día tendría que terminar. Mira Claudio, algún día se acabaran los peces, entonces de qué vamos a vivir. Nadie más que Claudio entendía a Fabián, a pesar de que sus edades no les permitían comprender que los hombres a veces prefieren muertes precisas y conocidas que apostarle a un fin provisto por el azar.

... no, estos pajaritos le tienen mieo al mai... que se queden friendo pecado con su mamá, talve dan pa algo...


Entonces Fabián se sentaba en la playa, clavaba sus pequeños y huesudos dedos en la arena y empezaba uno de sus dibujos. A Claudio era a quien más le dolía la risa de su padre, la risa burlona con que despreciaba en las mañanas, esa misma que venía a las cuatro de la tarde a mortificar de nuevo. Por eso Claudio prefería no ir la playa. Si lo hiciese no tardaría mucho en devolverse a la casa a desayunarse con los restos dejados por su padre. Por eso su madre le decía que no podían tardar demasiado en aprender a pescar. Mira que yo sólo como de lo que vendo, no alcanza para los plátanos y el aceite... Dios mío hasta cuándo... A Claudio le dolía mucho ver a su madre sufrir de hambre, cansada del pescado, cansada de que sus hijos la vieran cansada de sufrir. Pero tenían que aprender a perder el miedo, luego tenían que aprender a trabajar, a echar músculos, a que las redes les cortaran las manos, a que los callos fueran las medallas de sus logros. Debían aprender a soportar las burlas, a soportar el hambre sobre una yola que los arrastraría cada día más hacia la miseria.
Debían ayudar en la casa. Los viajes de noche, las olas en las noches y el frío de la noche, les causaban temor. Un día salieron juntos a caminar por el poblado, la noche les sorprendió jugando a las escondidas. Pero los otros niños, siempre prestos a burlarlos, les decían cobardes y los dejaban solos esperando ser sorprendidos por el que les tocaba descubrirlos. Cuando se cansaron de estar de cuclillas esperando ser descubiertos, decidieron salir. Se abrazaron, se encontraron solos en la oscuridad de la noche. Desde entonces no volvieron a jugar.

...que bueno maricones tiene uno, ahora le tienen miedo a lo ocuro, pero eso sí, coño...

Los niños comenzaron a burlarse de ellos y ellos, aun sin orgullo, poco les importaban esos relajos de muchachos, porque a sus siete y seis años, tenían miedos mayores qué resolver.
Claudio ya es tiempo de demostrarle a papá y a mamá que no somos cobardes. Fabián le repetía con más miedo que orgullo la importancia de su plan. Pero Fabián, podemos esperar a ir con papá a pescar de noche y así es mejor. Claudio prefería esperar, mientras más lejana estaba la fecha de enfrentarse a la oscuridad del mar era mejor. Debemos hacerlo ahora, ahora es el tiempo, Claudio, se van a sentir orgullosos de nosotros, van a creer que lo que dicen los muchachos son mentiras.
Esa noche, esa misma noche se atreverían a vencer los temores. Irían hasta los rieles, antiguo puerto de Sánchez. Dos muros enormes perdidos en la mar. Naciendo a cada instante de las arenas, naciendo desde el fondo del mar desde hace años. Subidos en ellos, Claudio y Fabián caminaban hacia sus miedos. Dos simples cuerpos rompiendo los secretos de la noche. La noche y el mar lamiendo los muros, lamiendo la brevedad de dos vidas suspendidas en líneas paralelas hacia la muerte.
Nueva vez se precisaba un abrazo para burlar el miedo. Pero no. Cada cual en un riel diferente, cada cual con su muro elegido para el misterio. Claudio. Sus voces se acercaban a un último eco. Fabián. Ya no pudieron intentar la huida. Desde lejos nadie los vio. Temblaron sus piernas en la estrechez del cemento cruel y despiadado. Se fueron uno detrás del otro, sus cuerpos vencidos por el miedo, por la insensatez de encontrarse lejos y cerca de la salvación y sin embargo preferir, por culpa de otros, quedar desnudos y sin miedo.
Quedar sin esa magia que nos envuelve en la muerte, y en su enigma se descifra el poema de una vida breve que sólo el mar nos podrá cantar. Por eso, cuando la marea sube de noche, hay gente que asegura que es el mar que, arrepentido, quiere devolver a los que nunca se atrevieron a contar los secretos de su magia nocturnal.

Rosa Julia Vargas: Cuento

(Pintor: Máximo Ceballo)




ROSA JULIA VARGAS:


Es egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, donde obtuvo las licenciaturas de Administración de Empresas (1978) y de Contabilidad (1983), e impartió docencia sobre su especialidad. Publicó en 1998 la novela “El Rastro de Caín”. Es fundadora y editora de la revista literaria Mythos, aparecida en 1999. Este cuento, Final Final, fue galardonado en el Concurso de Cuentos de Radio Santa María, 2001.


Final final


Lo primero que vio al abrir los ojos fue: 5:57 AM, pregonado en luz verde en el reloj digital integrado al televisor, y los albores de un día que se perfilaba soleado a juzgar por la intensidad del primer asomo. Se percibió viva, despierta, a una hora que solía ser la de su mejor sueño. Qué día es hoy, se dijo, mientras determinaba ponerse en pie y le volvía de golpe el suplicio que la había postrado por ¿cuántos días?
Hacía más de dos meses que las llamadas empezaban a escasear y las excusas proliferaban. Para comprobar que no se engañaba a sí misma comenzó a dibujar en un calendario un corazón que identificaba el día en que él llamaba, hasta confirmar una noche que habían transcurrido dos semanas completas desde el último corazón. Su organismo comenzó a lucir estragado por la espera que, durante horas, día y noche, la mantenía en un estado de tensión que todos a su alrededor comenzaron a notar. Fue entonces cuando empezó a suplir con lo suyo todo lo que en esa relación faltaba, como un requerimiento de su estabilidad emocional. Su trabajo exigía sonrisas y concentración, y no debía seguir mostrando ese gesto preocupado que se robaba lo mejor de su expresión y la base de su desempeño. De todas maneras ella era una mujer moderna, no necesitaba, como las de generaciones anteriores, retorcerse las entrañas con su táctica de hacerse la difícil. Aunque esa creciente indiferencia de su amado ante sus iniciativas y la canción de Arjona que sonaba en esos días la puso a pensar que quizás eran ellas las que tenían razón, “Dime que nooo... y me tendrás pensando todo el día en ti... clávame una duda... y me quedaré a tu lado...”
Ahora se daba cuenta de que fue un error salir a buscarlo, adivinándolo en los lugares en los cuales solían coincidir cuando el interés -de ambos- estaba al rojo vivo. Parece que es cierto que el amor entre hombre y mujer es como un embudo, donde cada quien comienza en un extremo y se desplaza hacia el otro, el de ellos comienza en la parte ancha y se desliza hacia lo angosto y el de ellas, viceversa. Eterna tragedia.
Mientras más crecía en ella el dolor por su ausencia más se lucía él con su indiferencia. Si sólo hubiera podido entretener la angustia, dominar la nostalgia, controlar la intensidad con que deseaba oírlo, verlo, lamerlo, abrazarlo, contemplarlo, olerlo..., si sólo hubiera algo en el mundo comparable al sabor de sus besos, iría a buscarlo donde fuera. Pero no existía en ninguna parte, lo comprobaba cada vez que salía, hasta acabar haciéndolo para evitar la tortura de comprobar que no era para ella cada timbrazo del teléfono que corría a levantar. Luego comenzó esa guerra en su cabeza, esa lucha entre los motivos de la razón y las razones del corazón, esa duermevela que le negaba el descanso que su cuerpo necesitaba para cumplir con un trabajo al que asistía como una sombra somnolienta, triste, malhumorada, con náuseas que simulaban resaca de haber mezclado cervezas y algún tinto, cuando en verdad la mezcla era de amarguras y trasnoches.
El alma angustiada es la que recibe el virus, éste llegó para justificar su permanencia en cama, y la hizo perder la conciencia del tiempo transcurrido, que era ahora una nebulosa de días grises, fiebres, tisanas, desvaríos y “bébete esto”, hasta la mañana de hoy en que los números verdes de un reloj le indicaron su vuelta a la vida, con la sensación de haber sido expulsada de un vórtice. Por suerte nació después de los antibióticos, pues de otra manera el mal de amor la hubiera matado de tuberculosis, como a los que amaban mucho en épocas pasadas. Se puso de pie, el espejo no le redituó el esfuerzo de ponérsele enfrente, una figura escuálida y marchita la miró con pena, mientras una voz de las incondicionalmente aprobadoras resonaba en sus oídos, “Tienes que alimentarte”. Comenzó a reconocer su pelo entre esas mechas de sudores acumulados, y las ojeras, y la humedad colgando en su nariz, y las huellas de anteriores secreciones manchando la camiseta blanca que le servía de pijama, completaban la imagen miserable dictada por la autocompasión. Sin embargo comenzó a gustarle el fulgor triste, el fulgor nuevo de esos ojos que la observaban desde su embalaje estropeado, y trató de componer en ese reflejo, como si se tratara de una escena ajena, su imagen de mujer resuelta. La gruesa gota en la que se transformó el brillo de sus ojos luchando por unos instantes con la gravedad, casi la hacen regresar al punto de partida, pero la complaciente benevolencia con que suelen percibirse los humanos sobre las superficies brillantes la llenó de vigor.
Haría una carta para terminar, ella, lo que hacía semanas había acabado. Escribió: “Maldito”; si por lo menos hubiera expresado una razón y no ese eterno alegato de que no pasa nada –argumentaba- mientras se derramaba en una retahíla de insultos impronunciables, regodeándose en los que el parecer le señalaba más hirientes. No sintió ningún alivio, la carta no parecía una salida honorable, la rompió. Y fue cuando se le ocurrió la forma de decir su última palabra. Llamó al trabajo, regresaría a partir del lunes recuperada, pondría pronto al día su semana de ausencia. Luego a la oficina del amado para cerciorarse que estaría allá al día siguiente. Se pasó el resto del jueves mimándose con la estilista en casa, se encargó del pelo con champú de melocotón, pedicura, manicura, ningún vello mal puesto en cejas, piernas o axilas, permitió a la madre realizar el papel de mamá gallina desplegando el abanico de sus recetas, jugos de fruta, sopas de pollo y hasta dejó que la peinara. Al anochecer preparó lo que faltaba con blondor y agua oxigenada de veinte volúmenes, dejó que el decolorante hiciera su efecto hasta lograr blancura total. Después se fue a la cama con buen ánimo, color en las mejillas y envuelta en el aura narcicesca de la mezcla de su olor con el olor del gel de melocotón. Durmió como no lo había hecho en meses, como un bebé seco y satisfecho.
Casi a las seis de la tarde del otro día llegó a la oficina del amado, pasó sin anunciarse permaneciendo de pie al lado del sillón frente al escritorio, mientras pronunciaba un saludo de conocido casual y él le respondía en el mismo tono. Ella dijo, No has llamado, con reproche. He tenido mucho trabajo, contestó él, cortés, Siéntate. No se sentó..., en cambio, con un movimiento leonino combinando extremidades mostró íntegra la pierna izquierda a través de la abertura de una falda pareo cuyos pliegues completaban la alusión a estatua griega que su pose insinuaba. En los ojos de él se dibujó el asombro de Pigmalión ante Galatea mientras recorría con avaricia el tramo de piel expuesta, y sin dejar de mirarla levantó el teléfono. Luisa, puede irse, hasta el lunes. Hasta el lunes señor, se oyó en el intercom. Ella sonrió sosteniendo la mirada y disfrutando los últimos vestigios de su antiguo poder. Sin gorritos no hay cumpleaños, le dijo traviesa, iré al carro a buscarlos. No tardes, dijo él cruzando las piernas.
Con esa cara pálida y ansiosa lo archivó para siempre en el historial de su vida. Ahí quedó, la boca entreabierta se le hacía agua, y en el paladar... ese sabor a idiotez que le dejó esta despedida. Lo peor fue ese último esfuerzo, cada paso a la salida una lucha mortal contra ese atractivo que le tenía desordenada la existencia. Eso no bastaba. Y es por eso que preparó ese artificio la noche anterior, para no sucumbir. Ninguna mujer presumida le asestaría bajo ningún concepto un golpe tan contundente a su femineidad, ninguna mujer se dejaría ver de nadie el pubis descolorido, la cuca de anciana.

Rafael P. Rodríguez: Cuento


RAFAEL P. RODRIGUEZ:


Es periodista en ejercicio desde 1973. Ha publicado cuentos en diferentes diarios y revistas dominicanos, y ha obtenido algunos premios literarios nacionales, entre ellos el de la Alianza Cibaeña, y el de Casa de Teatro. Ha sido antologado en los diferentes libros del Movimiento Interiorista. También es poeta y ensayista. En el año 2005 publicó su libro de poemas “Pétalos de Agua”.


Remigio Cárdenas:

Venían viéndose desde lejos; se saludaron cuando estuvieron de frente con una desconfianza sin nombre; no se conocían y ahora realmente se desconocieron mutuamente; intercambiaron monosílabos ininteligibles y rígidas miradas. Porque sabían ambos qué vendría después.
Remigio Cárdenas era un hombre rural. Tenía la frente anudada como tronco milenario; nunca en su vida vio hombre igual o lo que parecía ser aquella figura apuesta que caminaba apoyada en un bastón sin necesitarlo.
-Vengo a desafiarte a duelo mortal –le dijo el hombre alto, de mirada fulgurante y sonrisa áurea y siniestra.
Remigio Cárdenas, que nunca rechazó un desafío, tenía las cruces marcadas con cuchillo (en el árbol favorito donde tomaba el fresco del mediodía) de los que antes lo retaron también; en este caso dudó y rememoró aquellas horas y días y años en que se enfrentó a la muerte; vio sus cicatrices, se persignó, prendió el cachimbo.
-Vamos –musitó.
Dejó tras de sí a Pancha Linares, la compañera en todos los trances; envuelta en un manojo de angustias quedó la mujer, inconsolable y gris, llena de dudas.
-Llévate este relicario, Remigio –alcanzó a decirle Pancha Linares al hombre a quien despedía con un adiós de fin de jornada, con la desesperanza colgándole de la mirada rojiza de un llorar interminable y torrencial.
Salió Remigio Cárdenas tras aquel inevitable desafío; iba justo a tres pasos de la figura que por momentos le parecía una sombra y a veces enrojecía frente a un sol como volcán estelar suspendido en su infinito total y abrasador
Se fueron por entre mangles y cangrejos, juncos y ríos y noches y sueños sin tiempo.
Llegaron a una costa de playa gris y un mar ronco y sórdido; iban ya sobre las olas y Remigio Cárdenas no sólo no lo percibía sino que iba seguro y firme, de tal modo que sus pasos eran los mismos que si caminara en la tierra.
El mar se hacía oscuro y vasto; Remigio Cárdenas nunca tuvo miedo y no tenía tiempo ahora de pensar si lo sentía; ni siquiera entendía que podía hundirse en la inmensa garganta oceánica.
-Hemos llegado –le advirtió el desconocido que ahora era muy recto en la mirada; extremo en su decidido plan de castigo inevitable -Aquí, sobre este lugar solitario, donde no vendrán otros dioses, quería decidir tu suerte, no la mía que es la de ser demonio para siempre.
Y le atacó con fuego e imprecaciones. Y Remigio Cárdenas, entre saltos y sobresaltos, gritos y alaridos, se defendió de cada acometida diabólica; mas no retrocedía, y lanzaba sus cuchilladas al oponente formidable que reía seguro como gigante frente a un niño.
Conocía el valor de Remigio Cárdenas; por ello le llamó a un escenario marino, solitario; entre borrascas y olas de horror, porque Remigio Cárdenas nunca huyó, nunca eludió desafío alguno.
Nadie sabrá jamás cuántos días y noches y lunas se atacaron, retrocedieron y volvieron a atacarse, entre nieblas y salitre y gritos.
Sólo que en el clima del desencuentro necesario, en el instante decisivo y final de las definiciones, cuando aquel demonio alto, de dientes áureos y mirada de fuego lanzaba su más infernal descarga, fulminante y total sobre Remigio Cárdenas, el desafiado extrajo, sin mayor fe, un pequeño puñal, una espadita rústica que portaba en la espalda.
Atacó decidido, exhausto, en los estertores del hundimiento abismal.
Tenía una cruz; no fue soportado; avanzó Remigio Cárdenas; se estremeció el demonio.
La lucha fantástica cambió el curso de las nubes, enloqueció las olas, desencajó las órbitas de los mundos no imaginados. El diablo huyó de la espadita en cruz del agotado Remigio Cárdenas, que se quedó chapoteando entre espumas azufradas, relámpagos intermitentes y nubes descoloridas, escuchando las amenazas remotas del rival alado que se iba presuroso, en vergonzante retirada.
Remigio Cárdenas no pudo sin dificultad contar la historia; aún le estremece el alma.

Pedro Pablo Marte: Cuento

(Mujer en la ventana: Dalí)

PEDRO PABLO MARTE:

Nació en Estancia Nueva, Santiago, en el 1961. Es profesor escolar. Ha participado en varios concursos de cuento, obteniendo el Primer Lugar en el Concurso de Radio Santa María, en el año 1993. En el 1994 publicó su libro "Chanzas", que contiene el cuento escogido para esta Antología, y que a la vez fue el ganador del Concurso de Radio Santa María.


Chanzas:

Hoy será como siempre ahora mi abuela se ha ido a ver la novela de las siete y me ha dejado solo encerrado repasando estas viejas mascotas que me aburren puedo iniciar mi nueva broma y vendrá y me dirá ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa y me correteará por todo el patio diciéndome no sé qué disparates de viejos será algo divertido todo esto mas sólo será eso una broma desde que andé mis primeros pasos mi vida ha trillado por ese camino y como ya estoy grandecito tengo más inteligencia para planear maravillosas chanzas lo único distinto ahora es que papá no está porque con él si no me sale él sí me agarra pronto y me pega airadamente ¡vuelve otra vez! ¡la próxima vez te mato! pero como no está aquí puedo concebir esta humorada si acaso se enterará por carta aunque yo lo dudo porque a mi abuela no le gusta ponerle el juicio malo ya son las siete y como la telenovela pasa a las ocho sólo me quedan treinta minutos para buscar la soga amarrarla al tejado hacerle una gaza en la parte inferior y cuando la vieja se acerque me enredaré el lazo al cuello y me tiraré del tejado a flotar en el espacio entonces mi abuela me quitará la soga y empezará su acostumbrado rosario de disparates y correré por el patio contento rebosante de alegría eso es lo que me gusta ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa así que todo está listo y como soy diestro en determinar la hora creo que sólo falta uno o dos minutos para los ocho y en un ratito bajará mi vieja comentando que la novela está más buena que nunca que no debieron hacerle eso a la pobre Raquel pues ella es la única que se puede sacar además es la más buena gente y que una persona así no aparece todos los días que la deben cuidar todos mi abuela pronto estará aquí y como ya puedo flotar la veo allá abajo ensimismada mirando la telenovela quizás mis cálculos no estuvieron bien y me adelanté a los acontecimientos o tal vez presentaron la telenovela retardadamente aún la sigo viendo y como ya puedo ir y venir tengo la seguridad de que a la telenovela le falta aún diez minutos para concluir si quiero me pongo a pensar en otra cosa pero no puedo sólo me vienen a la mente las chanzas me gustaría que todo aconteciese como aquella tarde ¡abuelita ven! ¡corre! estamos en la calle la casa se incendió ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa o como el día en que la fui a buscar al campo llorando ¡abuela a mi papá lo mató un camión cruzando la avenida! vieja vamos corre a ver a mi papá ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa no anuncies a tu padre tú no sabes que eso es malo debe estar a punto de llegar ha pasado buen rato y yo aquí suspendido esperando que ella llegue y me quite el lazo y me caiga atrás por el patio diciéndome disparates cosas de viejos seguro los comerciales han alargado el espacio y por eso no llega pero tendrá que venir de modo que tengo tiempo para volver con las bromas esa sí esa sí fue una gran humorada como mi vieja estaba jugando a las cartas en el frente busqué estopa, petróleo, gasoil y hojas verdes e incendié el paquete en el aposento después de cerrar bien el cuarto lancé una camisa manga larga de papá al fuego para que mi abuela lo viera desde fuera abrí la persiana y el humo salió de sopetón alguien gritó fuego pero yo sabía que nada pasaría porque el paquete era pequeño y cuando los maderos empezaran a calentarse yo les tiraría un jarrito de agua pero en esta ocasión sí que no me salió papá descubrió la jugada y me agarró fuertemente ¡vuelve otra vez! ¡la próxima vez te mato! la abuela me correteó ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa mas ahora ya eso no importa y como mi abuela no quiere venir porque parece que sospecha la broma vuelvo a recordar las chanzas que le di pero no puedo hilar mis ideas mejor me quedo así lelo esperando y cuando llegue me quitará la soga ¡pecusio! ¡muchachitoemierda! cómo se te ocurre tal cosa.

Manuel Llibre Otero: Cuento


(Dalí)


MANUEL LLIBRE OTERO



Nació en Puerto Plata, en 1966, pero se trasladó a los 3 años de edad a la ciudad de Santiago. Es narrador, poeta y ensayista. Obtuvo el primer lugar de poesía en el concurso de la Alianza Cibaeña, y ha sido premiado en los concursos de cuento de Casa de Teatro. Ha sido antologado en el libro “Este Lado del País Llamado El Norte”, en la Antología de Escritores Dominicanos “Los Cactus No le Temen al Viento”, en sus diferentes versiones en italiano y español, en el libro-objeto “Jhonny Pacheco en Voces Ajenas”. Además, uno de sus cuentos aparece en el libro bilingüe, en italiano y español, “Respiro del Ritmo: La Música de Santo Domingo”. Es uno de los más acabados escritores jóvenes de la República Dominicana. Tiene publicado un libro de cuentos, “Serie de Senos”, que, según sus propias palabras, es un “CD-Rom que no hay que meter en una computadora”


Inexistencia:

Yo vine a morir a esta ciudad, porque en mi pueblo hubiera sido otro muerto de pueblo, del pueblo. Y sobre mi tumba hubieran crecido los cardosantos y la hierba africana y los duendes de noche y sólo me irían a ver los ratones, las gallinas, los chivos y una que otra vaca, ignoro los insectos porque no me gustan, a las arañas les tomaría cierto cariño. Al igual que los dos o tres muertos sin importancia del lugar, ignoraría la cerca de alambre de púas que delimita el territorio de los vivos del de los muertos sin ser capaz de encerrarlos y asomaría la cabeza cada nuevo entierro. Mi pueblo sólo ha tenido un muerto importante, el escocés que se murió de pena cuando asesinaron a su esposa a cuchilladas en esta ciudad. Su único hijo juró delante del hijo ciego del alcalde, quien se ocupó de los trámites legales de lugar por su padre estar de viaje, encontrar al culpable y matarlo; es la única vez que se ha publicado algo sobre un muerto en mi pueblo y eso fue porque era extranjero. Por eso vine a morir aquí, quería ser un muerto importante, pero he fracasado. Esta es una ciudad pequeña, un pueblo pequeño. Yo vengo de un pueblo aún más pequeño que este. Pensaba que esta era una ciudad grande, pero no lo es. Pensaba que los muertos de esta ciudad eran importantes, pero no lo son. El tamaño de una ciudad no está en el alto de sus edificios o en la cantidad de personas, está en la mente de la gente que habita en ella y la gente de esta ciudad tiene la mente muy pequeña y una ciudad grande no les cabe entera, sólo es posible que les quepa en la mente por pedazos, cada quien tiene en su mente sólo un pedazo obligado de ciudad. Por eso esto no es más que un engaño de ciudad. Aquí todos nos conocemos, hasta los muertos, como en mi pueblo, ya no hacen más que chismear de noche porque no hay de qué hablar, ya todos se conocen y están hartos de oir sus propias historias. Cada vez que muere alguien se asoman a sus tumbas a ver quién llega, eso sí, aquí las tumbas son de losetas blancas y concreto, pero igual les crecen los cadillos y la grama y la hierba de guinea que se comen los chivos e igual andan las gallinas y los gallos de pelea de los sepultureros; luego, vuelven a tenderse sobre las lápidas y a hacer maromas en las cruces: falsa alarma, el muerto es nuevo, su historia es vieja. Pero... hablemos de usted. Ya está bueno de hablar de mí. Sí, de usted que acaba de llegar a esta ciudad para olvidar y vivir de nuevo, usted que es un hombre de pueblo, sí, pero un hombre culto, pobre pero de gran educación, esa es la orgullosa herencia que le dejaron sus padres y usted sabe que es así y se preocupa por ser culto, usted que no puede evitar ser como es, que gusta de la lectura, las putas, el pollo frito, el ron blanco y de algo tan inútil como la poesía, usted que amó intensamente, que odió, que vivió una vida trágica en su pueblo pequeño y que ahora viene a una ciudad que cree grande para olvidar. Pero muy pronto se desengañará, esta es una ciudad pequeña y aquí todo, absolutamente todo, se sabe. En una ciudad pequeña como esta lo único que se puede hacer después de cenar es chismear y acostarse, solo o con quien le parezca. Aquí la vida gira en torno al chisme, vivimos pendientes de él y sentimos constantemente su presencia como si fuera un olor, un algo invisible que une, significa y convida. Escuchamos miles de voces que conforman un solo susurro que se propaga implacable como una neblina cubriendo totalmente la noche, como un espectro infatigable y omnisciente que entra a todas partes sin llamar a agujerearnos los secretos. Aquí, como en todas las ciudades pequeñas, el chisme es el hilo que cose las vidas de todos los habitantes. Cualquier cosa que nos suceda o nos pueda suceder, a usted, a mí, a cualquiera, a todos, ya ha sido prevista o ha sido profetizada por la gente envidiosa a las que el calor no deja dormir. Es como si todos fuéramos familia y tuviéramos el derecho de meternos en la vida de todos los otros. Compruébelo, salga por ahí y converse con los más viejos, descubrirá que todos los árboles genealógicos se enredan como un enorme plato de espaguetis siendo todos familia de todos, hasta usted, que recién llega a esta ciudad, engañado, creyéndola grande, si se descuida acabará resultando familia de algún vivo o de algún muerto. A usted que llega con la intención de cambiar de vida le bastará con buscar algún familiar o conocido y resignarse a caminar su pueblo chiquito, pero entero, por el pedazo predefinido y repetitivo de ciudad que le toque vivir. Esto es un maldito espejismo de ciudad. A usted, precisamente a usted, cuando me lo encuentre con la sonrisa de bobo de los recién llegados, aún sin la prisa de llegar a ninguna parte, todavía sin ganas de matarse ni de matar (usted tiene que hacerlo, pero recuerde, no lo desea), a usted que todavía sus ganas de triunfar y de vengarse no le permiten ver la realidad, ¡Coño, présteme atención que le estoy hablando!, sí, a usted en cuanto lo vea, voy a decirle que vine aquí a morirme, pero fracasé, que si vino a morirse como yo, mejor será que se vaya, ya hay demasiada gente en esta ciudad que quiere morirse y usted ha llegado a jodernos más la cosa. ¡Váyase! ¿Qué espera? ¡Váyase! Pero el dia en que me lo voy a encontrar muy de mañana como una sobra de moro de frijoles negros, babeando en el contén los inicios de la resaca o ya de tarde por las tiendas de la calle principal celebrando las maravillas de la ciudad, no seré capaz de decirle nada de lo que había pensado decirle porque veré en usted una esperanza. Pienso que será más adecuado que ese día en que lo voy a conocer aunque sea ya en la noche cuando me lo encontraré en el “Reginas Night Club” discutiendo con el desgraciado de Mejía porque usted insiste en acostarse con la que le dicen “Maurín”, y Mejía le dice que no, que está reservada para otro y usted quiere pelear, grita y dice que tiene derecho. Sí, será así que nos conoceremos, cuando yo llegue a recoger a Maureen y usted me desafíe a pelear por ella. Yo le daré algo de dinero a Mejía y le diré que no hay problemas, a usted le diré que no vale la pena pelear por Maureen, que se podrá acostar con ella cuando quiera y cuantas veces quiera, pero no esa noche, y en vez de decirle que he venido a esta ciudad a morirme, lo invitaré a beber conmigo porque he descubierto que usted no ha venido a esta ciudad a morirse, muy por el contrario, ha venido a matar y quizás algún día lo necesite. Usted aceptará porque siente que yo no he venido a matar a esta ciudad, he venido a morirme, no tendré que decírselo, un hombre que tiene la misión de matar reconocerá la mirada del que sabe que va a morirse, del sentenciado a muerte. Beberemos y usted me contará su historia, terminará diciéndome que no le queda casi nada de los cuartos que trajo de su pueblo y yo lo invitaré a que pase la noche en mi casa, que mañana veré qué hago por usted, yo sólo diré que cumplo años, usted me felicitará, yo le pediré un favor, usted aceptará: esperará que salga a celebrar mi cumpleaños con Maureen y regrese a traerla (no será por mucho tiempo y después de todo usted no tiene dónde dormir). Nos iremos caminando, usted con dos botellas de cerveza y una de ron blanco en una funda de papel, yo con dos sandwiches de pollo y un pedazo de bizcocho con suspiro rosado envueltos en papel de aluminio para acabar de celebrar en mi casa. Cantaremos juntos, aún no estaremos borrachos, caminaremos abrazados, todavía usted no tendrá ni siquiera una estúpida razón para matarme. El día en que voy a morirme, porque usted va a matarme, comeremos juntos en mi casa, ya yo le habré conseguido un cuarto en este mismo edificio y un trabajo decente. Usted no sabrá por qué yo quiero morirme, ni le importará, a usted sólo le debe y le va a importar matarme. Ese día usted y yo nos levantaremos temprano, nos afeitaremos y yo de nuevo con la navaja de afeitar reluciente sostenida en la penumbra intentaré suicidarme, como todos los días, pero no podré evitar pensar en lo inútil de una muerte así. Ese día será igual al día que usted durmió aquí, sólo que estará planeado para que yo no tenga día siguiente ni tenga que intentar, como todos los días, suicidarme. Ese día usted se marchará temprano a su trabajo y yo al mío y de regreso me encontrará apoyado en la baranda del único puente colgante de la ciudad, intentando tirarme, como todos los días cuando vengo del trabajo, pensando en lo trivial que sería morir como una adolescente despechada. Y usted me preguntará qué pienso, y yo le diré que en la muerte, usted no dirá nada. En el camino hablaremos de mi miedo por una muerte estúpida, sin sentido, de que no existe una forma original y digna de suicidarse, del horror que sería intentar matarse y quedar vivo, del miedo que tengo de morir en un accidente pendejo o de que algún degenerado me joda por el gusto o para quitarme tres sucios pesos o, peor aún, que ni siquiera muera y quede inválido. Usted dirá que nunca ha podido entender a la gente que quiere morirse pero que comprende mi preocupación. Será lógico que sólo entienda esa parte porque usted no puede morirse, tiene que estar vivo y en perfectas condiciones para cumplir su venganza, su plan así lo exige, le preocupará que su espíritu no pueda descansar tranquilo si muere antes; es más, usted sentirá el mismo miedo que yo siento de morir insustancialmente. Usted no quiere ser un asesino cualquiera, usted tiene su víctima, yo sé positivamente que usted trama a la perfección la forma en que llevará a cabo el crimen. Porque usted no es un asesino común ni profesional, usted es un tipo de asesino especial: el asesino de una sola víctima. Sólo que aún usted no ha encontrado su víctima, mejor dicho, ignora que ya la ha encontrado. Llegaremos al edificio y lo invitaré a cenar y a tomarnos unas cervezas en mi casa para que me cuente su historia por segunda vez, usted se extrañará pero accederá, se pondrá triste, muy triste, me mirará a los ojos y me confesará que la historia que me contó aquella noche cuando nos conocimos era falsa. Usted notará que no me he sorprendido en lo más mínimo, entonces le diré que lo sabía, que una historia tan sucia no podía corresponder a un hombre fino como usted, pero que no había dicho nada porque eso no me importaba y usted me agradaba. Usted se pone más triste todavía y me pregunta si tengo familia. Un hombre que va a morir no debe tener familia, le respondo. Usted llega al límite de la tristeza, justo donde se empieza a llorar. Usted resumirá todo entre sollozos, yo pienso que no debo ver llorar al hombre que va a matarme, intento consolarlo pero es inútil, usted continúa llorando mientras confirmo todo lo que había supuesto. Repasemos su historia: usted es el hijo del escocés que se murió de pena en mi pueblo, el pobre hombre que siendo ya un viejo se casó de nuevo con una muchacha muy joven, ella lo aceptó creyendo que el viejo tenía dinero, pero al poco tiempo se enteró de que no tenía nada, sólo deudas y lo abandonó para venir a esta ciudad pensando en iniciar una nueva vida, como todos. Aquí se encontró con un tipo que había salido huyendo de su pueblo, que le dio alojamiento y le buscó trabajo, usted nunca lo conoció, sólo escuchó hablar de aquel hombre que en una pelea en la gallera empujó al hijo del alcalde contra un enjambre de abejas, el hijo del alcalde cegó por completo y su padre prometió no descansar hasta matarlo. El viejo escocés se moría de tristeza y vergüenza, pero lo mantenía vivo la esperanza de que ella podía regresar. Pero nunca regresó, aquí en esta ciudad ella murió, no importa por qué, fue una muerte común y corriente, inútil. Cuando el viejo escocés lo supo, estamos de acuerdo en que la amaba, no tuvo otra opción que morirse de la pena. Usted lo acepta, una historia nada original, vulgar, que podría pasarle a cualquiera. A menudo la verdad es tan simple que nos resulta increíble y hasta ridícula. Por eso está usted en esta ciudad, para descubrir al asesino de esa mujer sin importancia y matarlo, de esa forma vengará la muerte de su padre. Qué podemos hacer, esa es su historia, todos en esta ciudad tienen una historia, diferente, increíble, estúpida, no importa, para poder vivir se necesita tener una historia. No sabe quién es ni cómo lo encontrará, sólo sabe que el asesino está prófugo, que es un amigo del hombre de su pueblo que hospedó aquella mujer y le buscó trabajo, así que usted busca desesperadamente a ese hombre que le señalará su víctima y piensa que puedo ayudarlo a encontrarlo, por eso ha accedido a contarme su historia. Yo aún no le he dicho a usted que yo soy ese hombre y jamás se lo diré, como jamás le diré que el hombre al que se acusó de asesinarla murió de cáncer el año pasado, como jamás me dirá usted que el hijo del alcalde volvió a ver y el viejo cree que fue un milagro de Dios y me ha perdonado. Porque no puedo decírselo, porque si se lo digo, entonces ya usted no querrá matarme, y entonces usted sabrá quién soy y me dirá que he sido perdonado y entonces yo ya no querré morirme y usted se quedará sin víctima, sin venganza y sin ser asesino y yo me quedaré sin tener quien me mate de una forma valiosa, trascendente, tal como lo había planeado: usted obtenía su venganza y a la vez me ayudaba a convertirme en el muerto importante que siempre quise ser.