martes, 7 de agosto de 2007

San Pedro de Macorís

(Guloyas)

San Pedro de Macorís

Por José Acosta


Yo anduve por la plazoleta del parque Salvador preguntando por Tom melitón, cojo y cabezón, y en las noches saladas como muelles, donde el mar es un espejo negro de encrespadas figuras, pregunté con nostalgia por ese Viejo negro del puerto —de Francisco Domínguez Charro— que soñaba con retornar al África, porque, al igual que el poeta, yo también quería consolarlo.
De mañana, a la orilla del mar, donde el río Higuamo se deshace, mientras miraba cómo el sol derretía a Mosquitisol, halé junto a los pescadores el largo chinchorro mientras las gaviotas, como planetas, gravitaban sobre nuestras cabezas en busca de su futuro. De noche, junto a Raymond, y en una pobre embarcación, salí a pescar tiburones mientras alguien leía en silencio el libro de las estrellas.
Por la calle Sánchez conocí a Piri, un periodista con una mano atrofiada que relataba con una eterna sonrisa en los labios la vez que Balaguer lo mandó a llamar a Palacio porque él había denunciado que el libro del ex mandatario sobre preceptiva literaria era una copia del de Pedro Henríquez Ureña.
Yo fui testigo de rituales sincréticos religiosos donde, con un asta de fierro clavada en una hoguera, e invocando dioses indígenas y africanos, degollaban un gallo, se bebían la sangre de un chivo y soltaban una paloma blanca hacia el cielo infinito.
Canté en las churchas cocolas y bailé junto a un hombre de 98 años que saltaba como un niño. Porque en San Pedro de Macorís alabar a Dios es una fiesta, es un caer bruscamente sobre el piso poseído por el Espíritu Santo, es temblar como si una mano del más allá se te entrara en la sangre.
Conocí, en la extensión de la calle Sánchez, a Natera, mientras trabajaba en su sastrería. Y cuántas veces no me reí al verlo esconderse detrás de su mostrador cuando las muchachas del pueblo pasaban frente al negocio y él afirmaba, muy serio, que ellas lo andaban buscando.
Estuve ahí cuando Félix Ramírez Sepúlveda fundó la Casa de la Cultura Petromacorisana en tanto que los pintores dibujaban huellas gigantes en la calle. Cuando la poesía de Víctor Villegas era leída en las emisoras de radio anunciándoles a los oyentes que la República Dominicana “tiene unos cojones grandísimos”.
Esperé el amanecer frente al mar y con una domplinada. Conocí la bondad de José Hazín y perseguí por las carreteras la tristeza de los vagones de caña de azúcar que arrastran tras de sí la sombra de la esclavitud.
En los bateyes, vi cómo los haitianos se ganaban duramente el pan de cada día y en los claros del campo a los niños descalzos jugando a la pelota. Y es que quien no conoce a la Sultana del Este no conoce el país. Quien no ha entrado al aire con cachipa, quien no conoce ese olor agridulce, ese orgullo de los serie 23, se está perdiendo de uno de los pueblos más ricos de la República Dominicana: San Pedro de Macorís.

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