domingo, 24 de enero de 2010

Escritor invitado: Miguel Aníbal Perdomo



Soledad constante
(Ensayo sobre poemario de Soledad Álvarez)


T. S. Eliot define al poeta como el más civilizado y el más salvaje de los seres humanos, aserto que resonaba en mis oídos todo el tiempo al adentrarme en el libro de Soledad Álvarez, Las estaciones íntimas (Pról. José Mármol. Sto. Dgo.: Amigo del Hogar, 2006); una obra de madurez en todo el sentido de la palabra. Porque el sujeto lírico parece estar de vuelta de todos los caminos poemáticos y vitales, y es depositario de una sabiduría antigua de secretos atávicos, olvidados quizás. El poemario nace del profundo sentimiento de la decadencia física, apagado el fuego de la juventud; por lo cual se inserta en la antigua tradición poética del carpe diem (flor de un día). El sujeto lírico se ha cerciorado de que el goce y la sensualidad de la juventud se agostan, y palpa la caducidad de las cosas humanas. Ha descubierto también, al estilo de Rimbaud, que la belleza es amarga y comprendido quizás, como el Doctor Fausto, que los libros son áridos. En consecuencia, el sentimiento de la muerte recorre el poemario.
Frente al antiguo esplendor de la carne, queda la verificación de su fragilidad: “Pero ahora ella envejece, / impenetrada y sola en el azogue, / puros huesos su cuerpo cubierto por colgajos de piel; / no le bastan a la muerte sus ardides”. (69). El vacío de la muerte no se origina en el rechazo a la vida sino todo lo contrario. Surge al comprobar su terrible belleza, como sucede en algunos momentos de plenitud, en que la existencia se le revela al sujeto del poema con fuerza apabullante: “Inabarcable la opacidad amarillenta del confín, / la extensión de palmas datileras, como lanzas / de Dios enterradas en la arena” (65). Al igual que Rubén Darío en sus poemas de madurez -luego de haber apurado la vida a grandes sorbos-, en el libro de Soledad Álvarez el sentimiento del vacío y la amenaza de la muerte golpean. Al verificar que la vida se nos escapa, la euforia de la juventud y la visión neorrenacentista de la existencia, como botín o regalo de los dioses, ceden el paso a la decepción. Este sentimiento, para la mujer, puede ser más acuciante que en el hombre, como sugiere un personaje femenino en La mujer rota de Simone de Beauvoir.
Para el sujeto lírico del libro de Soledad Álvarez, la existencia es arena que se desliza entre los dedos, y la melancolía se agudiza al cerciorarse de que el mar y su marea eterna seguirán persistiendo con “fijeza obstinada” (67), y con ella nuestra sed, la avidez, como en el célebre soneto de Francisco de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”. El yo lírico es una maga que ha conocido la euforia junto a la fogata, y bebido de la fuente original, y apela ahora al hechizo de las palabras, obligándonos a percibir nuestra soledad cara a cara. De paso, nos permite vislumbrar la muerte, pero no con temor, sino para atestiguar que la poesía es el solo conjuro posible.
Algunas teorías antropológicas señalan que la comunicación humana no es más que una ilusión. Por tanto, imagino que el atributo del poeta es descubrir una fisura frente a una realidad abrumadora y ciega. Su ambición es domeñar una materia invisible, ambigua y frágil, como son las palabras; tratar de fijar una sustancia inestable, un “mundo extraño”, al decir de Albert Einstein. No obstante, el mensaje poético no puede comunicarse en forma lógica. De modo que los poemas de Soledad Álvarez se caracterizan por una diafanidad aparente, porque prima en ellos la voluntad de transmitir otra verdad que solo se vislumbra por destellos. Las palabras son similares a interjecciones inarticuladas, y la mujer da la impresión de permanecer a la horda rupestre. El lenguaje se construye en base a imágenes que a veces nos deslumbran, sin perder su carácter de claves cifradas. El sentido profundo solo pueden captarlo quienes pertenecieron a los clanes abolidos, los que sufren la nostalgia de los edenes disueltos; es poesía para una secta de iniciados que pernoctan junto al fuego, encendido por la matriarca primordial. El poema se abre a esos milagros inadvertidos que pueden percibir tan solo quienes tienen ojos para ver y oídos para oír. En esos instantes, el texto adquiere un tono sedoso, aterciopelado; es reflejo de lo inefable y recuerda la sensibilidad del haiku o de la poesía zen. Enseguida reaparece el sentimiento de la decadencia, el anticipo de la muerte, frente a la abundancia del festín: “Sobre la mesa de madera tallada por el tiempo y el paso orfebre de las polillas pusimos el vino” (51). Y al final emerge de nuevo la soledad.
En “Las estaciones íntimas”, el espacio, por ser mítico a ratos, se magnifica y el tiempo, su aliado, derriba todas las paredes, el verbo se vuelve epifanía, y nos permite vislumbrar la trascendencia por medio del poema. Tal sucede en “Visión”: “No me habló el ángel. / Sólo extendió sus alas / y me miró / Desde la inmensa soledad / de la belleza” (41). El sujeto lírico puede habitar una ciudad que es reflejo de otra, pero a la vez, vaga en otro espacio, como una Eva transhumante despojada de pruritos sociales: “Sorda al reclamo de la carne en la / noche de los instintos, / El convite de la tribu que grita y se emborracha / ahíta de ron y desdichas” (39). La mujer del poema se asemeja también a esos personajes de Julio Cortázar que tratan de palpar una realidad inasible, porosa. Cada objeto parece proyectarse hacia diferentes dimensiones, y el cuerpo mismo se convierte en alegoría y metáfora. La música genitora irrumpe como clave y paliativo para abrir los laberintos del cosmos y aliviar la derrota de la carne (37). Al sujeto no le es dado comprender; la mujer solo puede interrogar, clamar a los cielos; ella, continuadora fecunda del ritmo cósmico, la madraza primaria que vela nuestro sueño de animal en reposo; aunque ella estará siempre en guardia, cara al hombre, un ser que la subyuga y asusta. Pues si bien es su semejante y complemento, el varón fue moldeado con el material de la paradoja: con la fuerza y la fragilidad, el afecto y la crueldad.
La poesía de Soledad Álvarez se inscribe en la postvanguardia latinoamericana por un lado y por otro, abreva en la tradición de los sorprendidos, a quienes hace una vena graciosa en algunos de sus epígrafes, y en su afán de abrirse hacia lo ecuménico. Las estrofas tienden a agruparse como bloques homogéneos; hay un uso discreto del encabalgamiento, y a ratos se omite la puntuación o se utiliza parcamente, lo que incide en la fluidez rítmica. Solo en una ocasión la poeta se aparta de su molde estrófico para lanzarse al poema en prosa, con delicioso resultado, en “Nocturno festín”. La soledad y la sed eterna -la sed nerudiana del “Poema uno”- resuenan al final cuando la voz lírica confiesa: “Después que amaneció y nos fuimos quedando solos. Más ávidos” (51).
En Las estaciones íntimas predomina una atmósfera nostálgica. La pasión por la vida se confronta con el sentimiento de la fragilidad y la decadencia de las cosas humanas. Al mismo tiempo, se muestran las dicotomías síquicas de la mujer o el hombre contemporáneo. Pues, por una parte, el sujeto lírico retorna a un espacio ancestral y, por otro, se duplica en animal domado, lábil, en apariencia; pero al menor descuido, puede azuzar a los ídolos de la barbarie, a los dioses de los cataclismos. La autora, por su parte, arriba a la plenitud vital y artística con uno de los mejores poemarios de la literatura dominicana actual.
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Miguel Aníbal Perdomo. Santo Domingo. Licenciado en letras, Universidad autónoma de Santo Domingo, (UASD); Diplome de Langue, Alianza Francesa, Santo Domingo; Diplomas de Inglés y Diploma de Italiano, APEC; Maestría en Estudios Hispánicos, University of Illinois at Chicago; Maestría en Filosofía y Letras, City University of New York; Ph. D. (Doctor en Filosofía y Letras). El poeta Miguel Aníbal Perdomo ha sido Profesor y Coordinador de Cátedra, 1980-90, UASD; Fulbright Scholar, 1984-85, Paramus Community College, N. J.; --Columnista de La Noticia, 1986-87;; Asesor Cultural, Isla Abierta, Hoy, 1989-90; Profesor, Universidad de Illinois, 1990-92; Profesor de la City University of New York, 1992-2009; Profesor Invitado, Sarah Lawrence College, Bronxville N. Y. Ha publicado: a través de sus textos [1978]; Cuatro esquinas tiene el viento, 1982; Los pasos en la esfera, 1984; El inquilino y sus fantasmas, 1997; La colina del gato 2004, Premio Nacional de Poesía, 2003.

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