Farah Hallal Muñoz (Salcedo, República Dominicana, 1975). Desde niña incursionó en la creación literaria. En el año 1994, obtiene el primer lugar en la Feria Científico-Cultural de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) por su colección de poemas Sol infinito, publicada al año siguiente. Estudió Artes Gráficas, desempeñándose luego como escritora creativa, directora creativa y correctora en algunas publicitarias nacionales. Su permanente pasión por la literatura infantil la llevó a fundar la revista infantil Revulú, en la cual también difundió cuentos y poemas de su autoría. En el 2009 publica su libro de poemas Una mujer en caracol bajo el sello editorial Ángeles de Fierro. Actualmente, además de producir textos poéticos y narrativos, se dedica al marketing editorial.
Un dedo inmaculado
(Cuento)
Cuando descubrí a mi vecina sentada en el parque, con la mirada clavada en la espalda de Cristóbal Colón, no habíamos quedado en vernos. Sucedió por pura casualidad de la vida y, en este caso, una casualidad delgada y de rasgos débiles, de expresión casi ausente, de tonalidad marrón cobrizo y de textura alisada a fuerza de doblegarse muchas veces por año. Para las malas lenguas que lamen las calles de Vietnam, vuelvo y aclaro, que mi aparición en ese cuadrilátero donde cuerdos y locos se disputan la corona de la ignorancia, había surgido espontáneamente como la misma amenaza de la lluvia que me obligó, momentos antes, a despachar a mis muchachos del primer nivel de inglés del sábado por la tarde.
Bueno, la verdad es que les había dado el gusto de despacharles antes de las seis, no porque afuera el cielo amenazara con empezar a rabiar, sino porque dentro del salón también llovería por un defecto del desagüe del quinto piso que afectaba al cuarto y acabaría ahogando todos los salones como sucedió con la lluvia del mediodía. En tal caso, yo no iba a poder justificarles a las madres, seres elevados que bajan mucho de categoría cuando entienden que una pulmonía amenaza a sus crías, eso de quedarnos recitando el verbo to be con unas goteras que les caerían en la espalda, con la insistencia incisiva con la que un brujo vudú pinchaba con su aguja el cuerpo desahuciado de una muñeca.
Esa fue la única circunstancia que me obligó a salir del instituto. Mi madre diría que yo siempre me voy para mi casa después de que termino la clase pero, esta vez, yo no llevaba en mi bulto de maestro ningún ánimo de coger lucha en la calle. Por eso, cuando bajé el último escalón que me escupió en la calle El Conde, decidí ir en vía contraria del Parque Independencia. En verdad no me dejé ganar el pulso por una ciudad de aspecto fúnebre que anunciaba la continuidad de una lluvia desalmada.
A esa hora, con esa desesperación propia de los pasajeros que estarían huyendo de la Zona Colonial como esclavos del yugo, preferí huir de la escandalosa fila deseosa de conseguir un concho que fuera Los Mina. Cualquiera me daría la razón: un sábado por la tarde no es un día para terminar dándome empujones con quienes quieren cogerte el turno a la hora de montarte en un carro de concho, destartalado por todos los lados en que se le mire, sin cristales en las ventanas y con un chofer que te obligará a pegarte demasiado a los demás, animando con su frase famosa: “péguense como anoche”. Además por ser yo, que siempre me acaban cobrando dos y hasta tres pasajes por un solo viaje, ningún pasajero me querría a su lado.
Deambular me pareció mejor, sobre todo porque caminar bajo la llovizna y sobre los charcos de circunferencias impredecibles, siempre humedece mi memoria que deja ver las imágenes difuminadas de mi hermano Camilo, quien murió de meningitis en el Robert Read Cabral, cuando al hospital todavía le decían El Angelita. Así que, mientras no se definían las dimensiones del arrebato del tiempo, el pronóstico me cambió justo cuando caminaba por el Parque Colón y vi a mi huraña vecina Inmaculada. Sin duda, ese día guardaba un secreto que yo no le hubiera creído a nadie aunque me lo hubiera soplado allá en el barrio.
En Vietnam, donde vivimos, cualquier carajito mataría por poder venir a la calle El Conde a estudiar inglés. No solo porque hay varios institutos para elegir, también porque la gente sabe que, como hay turistas, puede practicar el idioma. Pero está claro que si los muchachos de un barrio que da el paisaje de Vietnam, tuvieran dinero para pagarse el curso, no tendrían para el pasaje semanal ni para bajar en recreo y comprarse una oferta 2x1[1]. Irían y regresarían muertos de hambre, tal y como nacieron. Con tal escenario, tampoco Inmaculada tendría edad ni dinero para venir a tomar cursitos al Conde. El qué hacía ahí y desde cuándo, era imposible saberlo con mirarla. A simple vista no llevaba cartera, ni cuadernos que dieran una pista de que estudiara algo cerca de aquí. Yo, generalmente, pongo a mis estudiantes, los que tienen quien les cubra el curso pero no el deseo de aprender, a bajar al Parque Colón, mejor conocido como el parque de las palomas, para que conversen con los turistas, les ayuden a tomar fotos cuando andan solos y a darles direcciones cuando llevan la sonrisa con aspecto perdido o despistado.
Y me resulta casi gracioso reconocer que el día que vi a Inmaculada, el que andaba perdido era yo. Caminaba como quien lleva objetivo sin llevar ninguno. Solo estaba sacando a pasear mis dos manos que, generalmente, andan con su mundo de cabeza en los bolsillos de mis pantalones de moda cuadriculada. Desde hace un tiempo a esta parte, yo había empezado a tener problemas para conseguir mi ambiciosa talla. Por eso era poco probable que yo pudiera disponer de una gran variedad de opciones, que estaba reducida a ese pantalón de cuadros de colores tan vagos, que su tonalidad exacta no se puede retener en la memoria. También me ayudaba con insistencia un jean prelavado y un pantalón negro al que mi madre le llama todavía el imán de las pelusas. Y cuando se habla de ropa, mi madre sabe lo que dice porque era lavandera de verdad, de las de antes, de cuando las señoras medio pobres no disponían de lavadoritas japonesas y, a fuerza de acariciar con desprecio el sucio de muchos desconocidos, consiguió respaldar mi espíritu de superación. Cosa rara en ese barrio donde viví antes de llegar a Vietnam, donde ganar un juego de dominó y saber bien bailar salsa, valía más que un diploma de 8vo grado.
Pues la cosa es que Inmaculada, a la que los malos tratos le acuñaron el sobrenombre de Culá, estaba sentada en el parque, acomodándose en su asiento como si nada, justo cuando el cielo empezó a disparar. No tenía paraguas, ni un periódico abierto, como bien se le ocurrió al señor que había estado sentado a su lado unos momentos antes. Me lucía completamente ajena a esta sensación asquerosa de tener mojados los pies dentro de los zapatos ¿no se daba cuenta de que se desplomaba la angustia del cielo? No, estaba claro que Culá no advertía ese comportamiento huidizo de los demás que se retiraban del parque como fichas de un tablero cuando, repentinamente, los dos contrincantes se han cansado del partido o ya comprendieron que estaba, más que claro, quién era el derrotado.
En lo particular, me llamó la atención la mirada exacta, casi puesta en una balanza, que Culá ofrecía a la estatua de Cristóbal Colón y su dedo levantado. La miraba con la cordialidad con la que se mira a un sujeto que sabes que conoces bien pero no recuerdas de dónde. No le voy a negar a nadie que cuando Culá movió la mano y señaló hacia el dedo de Colón, en verdad me asustó el movimiento de sus manos que antes me parecieron del mismo material que las del Almirante. ¿Qué coño estaba tramando con la estatua? ¿Se daba cuenta de que alguien estaba notando su comportamiento, alguien que la conoce del barrio y que se anda fijando en lo que no le importa? Alguien que, además, también se está mojando solo para hacerle el juego o para que no le pese en la conciencia.
Mientras Culá empezaba a dibujar en el aire la ruta para llegar al manicomio más cercano, me detuve a observar la vanidad de la Catedral Primada de América, que por ser primera no fue la mejor, que conste. Su fachada mojada se levantaba con el mismo orgullo de siempre como si no estuviera notando que en cada hueco de ladrillo, en cada disparo a quemarropa que el tiempo le daba, una paloma del parque se cagaba. Seguro lo primero era cogerla de nido, pero al cabo de poco tiempo cualquier paloma, por más bruta que sea, sabría que sus huevos no se ponen en todas las canastas y entonces cogerían los solemnes muros de la catedral para cagarlos. El parque contenía estos muros de dimensiones mal calculadas, donde además de los vivos que van todos los domingos a rezar, guardan en sus discretas fosas de mármol blanco, a muchos muertos que merecieron más misericordia que todos los indígenas exterminados.
Quitándome las gotas que me pudieron caer cerca de los ojos, volví a Culá. Si ella hubiera estado consciente de su entorno, a lo mejor habría advertido el olor a tierra mojada (y a mierda mojada) inundando el parque. Y además habría notado el silencio que fue llegando con la misma rapidez con la que los niños se fueron yendo, no solo por la evidente lluvia que le sirvió a la Catedral de espantapájaros, sino porque la prematura noche empezaba arropar el parque como si fuera a arropar a un niño que se tuvo que acostar temprano.
Esta obvia enajenación de Culá me impulsó a retirarme un poco -no me fuera a oír- y llamar a doña Fredes. Avisarle de la situación era necesario. Culá vivía con Fredesvinda desde hacía muchos años (todo el mundo sabe que el sufrimiento y la compasión se llevan bien). En fin que esta mujer, que se hizo su madre de la noche a la mañana, vendría a recogerla en cuanto supiera que Culá estaba como una loca sentada al borde de la lluvia más escandalosa de este pedazo de mundo, haciendo señas delirantes con un dedo. No veo mucha diferencia entre esto y estar completamente desajustada.
Pues en la catequista Fredes, la que nos hizo bautizar a todos en Vietnam –a mí dos veces porque no me creyó que fui bautizado antes de venir a la capital-, me gasté los últimos minutos de mi celular. Para mala suerte, no la pude ubicar en el barrio. Ni mi madre dio con ella, quien me hizo saber que doña Fredes se reúne los sábados por la tarde con los demás vejestorios de la iglesia y no hay quien les vea el pelo. Tampoco quise dejarle el mensaje con mi mamá que tiene el poder de regar un chisme con la violencia de un vómito. De caer en esa boca –con el perdón de mi querida madre- Culá iba a recibir más burlas de las que había recibido en Vietnam y completamente gratis.
Como en la adolescencia Culá tenía los dientes torcidos y unas muecas de preocupación prematuras, como era lo más parecido a un palo seco, de figura y de ánimo, los muchachos del barrio le silbaban con timbre de enamorados y cuando ella miraba le gritaban groserías. Cuando todavía no habían caído presos, el Bigote le voceaba Totogrande y Vicente El Guandul aprovechaba verla tender sus pantis para robárselos del tendedero y luego colgarlos en las verjas de todo el vecindario.
Como Culá cumple años solo los 29 de febrero, que es lo mismo que decir cada cuatro años, la vieja Fredes siempre le organizaba fiestecitas. Una vez le organizó una fiesta con la absurda idea de casarla. Tuvo la ocurrencia de invitar a todos los varones del barrio para ver si alguno se interesaba en ella. Hasta a mí me llegó la invitación, no por una tarjeta como se debe, sino por una escandaloso “no se atreva a faltar don Vicente” que me gritó a través de la ventana que separa su sala de la mía.
A doña Fredes no se le ocurrió pensar que con mi edad pálida, mis intereses que huelen a un polvillo parecido al de los libros viejos y mi oficio de solitario, está más que claro que no disfrutaría de aquel espectáculo organizado por dos o tres celestinas. En fin, que tan poco interesó su silencio de 37 años, su cuerpo huesudo y desamparado, que hubo bizcocho por muchos días y a mi casa mandaron tres veces en una misma semana. “Es que hay muchos apagones, doña Vicenta”… le decía doña Fredes a mi madre, como pidiéndole excusas por pasar para mi casa otro pedazo de bizcocho casi descompuesto.
Aunque yo había visto en este trato, la desconsideración propia de la ignorancia de la juventud, al ver su poco juicio sentado en el banco, me preguntaba si Culá acabaría como una perturbada local, como parte del paisaje que te acostumbras a ver por la ciudad colonial. Como tampoco me había casado, leo todo lo que llega a mis manos y ya rondo casi los cincuenta, sé bien que estar solo es lo más parecido a un pelotazo en el pecho, a tener un manifiesto por dentro, como una cosa que pesa y que no se quita con ningún consuelo. Hace tiempo me dejó de importar que me señalaran como a un tipo raro porque corro con la suerte de merecer el respeto, si bien poco, que se le tiene a un profesor, a un pobre superado, que vive con su madre en un barrio caliente.
Como en Vietnam no se guardan secretos, y si los hubieran sería lo más parecido a una tierra minada, donde todo cuerno por más fino manejo que tenga, acaba explotando como una noticia que no necesita imprimirse en una primera plana para estar denunciándose en la boca de todos, todos sabían que Culá andaba detrás del amor. Y si no andaba ella por determinación propia, lo era por la determinación del resto de las mujeres del barrio que no veían bien que se quedara tan sola como nació: huérfana de madre desde el mismo momento del parto y sacada viva por una suerte tal, que habría hecho pensar a los médicos que la vida le tenía preparado algo grande. Pero desde los tres años también fue anunciada huérfana de padre y, de los tres a los catorce, todas las tías la querían para tenerla de chopa limpiándole las miserias. Y, bueno, cuando cumplió catorce y una tía encontró al marido a punto de violarla, la echó de la casa con una golpiza y la dejó en Caribe Tours. De La Vega venía doña Fredes y encontró a Inmaculada llorando sin un centavo en la estación de autobuses. Sin tener para donde coger. Esta historia –de tanto que la oí en la cocina de mi casa- me la sé mejor que las protagonistas.
Y allí, en ese parque donde a nadie le importa quién se sienta ni quien se levanta, me hice un espacio a su lado sabiendo que a lo mejor ni se daba cuenta de nada y ni saludé. Como después de esa fiesta Inmaculada nunca hablaba con los vecinos y casi nunca se dejaba ver (y honestamente yo tampoco), la recordaba como un disfraz elaborado para el carnaval por los muchachos del barrio. Me asombró que tuviera unos ojos almendrados de un marrón casi transparente. Apuesto a que si los hubiera visto más de cerca habrían dejado ver, con pelos y señales, todo lo que llevaban por dentro. Se diría que yo tenía una lupa en cada ojo, que me permitió ver detenidamente sus brazos: largos como la miseria que llevaba en la vida, marcados por los latigazos de correa que habrá recibido por no fregar los platos a tiempo o por mirar telenovelas mientras la tía de turno no estaba en casa.
Luego de un rato me esforcé por mirar lo que ella miraba, mi curiosidad de maestro alzó mi dedo y también acabé señalando el dedo alzado de Cristóbal Colón: un Almirante mucho más bronceado de lo que pensó que estaría en vida cuando atravesaba nuevas ideas en busca de un mundo mejor dibujado y solo encontró ingenuos corazones con poca ropa. Allí estaba ahora Cristóbal Colón, el gran Almirante, después de más de 500 años, señalando el hacia el norte y sin notar siquiera a la pobre reina Anacaona, arrastrándose, trepándose como un lagarto hacia donde estaba el rey de los mares de La Española. El fin lastimero del pueblo indígena nos quedó claro desde siempre, no creo que fuera necesario que nos clavaran esa escultura recordatorio, como una estaca en el mismo medio del corazón.
En fin, no creo que Inmaculada y yo estuviéramos teniendo la misma apreciación artística. No pasó mucho tiempo para darme cuenta de que ella esperaba que algo espectacular sucediera. Pero nada sucedía solo que me saludó. Yo creo que me saludó porque casi la tumbé del banco. Me pareció muy tonto que yo mismo me preguntara si me reconocería, si le importaría mi bigote de salsero setentón y mi barriga cincuentona. Inmaculada sabía mi nombre y mi oficio. Conocía hasta el apodo con el que mi mamá me llamaba cada vez que me sembraba a leer, a escuchar Clásica Radio o a preparar mis clases. Las ventanas de mi cuarto daban con las ventanas del suyo, pero daba la impresión de que nadie habitaba del otro lado. Yo había puesto en duda que esa mujer articulara bien todas las palabras. Pero mi duda se mojó en el charco que se tendía debajo de nuestros pies.
-Un día puse el dedo así y un rayo de luz rebotó en el bronce del dedo. Parecía que la luz salía de mi dedo. Se siente lindo, como si fuera magia –. Su voz me pareció angelical, a lo mejor por el poco uso que le daba. Su respuesta me hizo descubrir que estaba consciente de que yo la había tomado por desajustada y que su dibujo con un dedo en el aire merecía una explicación sustancial. Y por eso bajé la mirada para encontrar, confundido con los estampados escandalosos de su falda, mi libro Pedro y Juan, de Maupassant. Era mi edición favorita, anaranjado y de trazos dorados, de 1965 y tapa dura.
-Su mamá me presta libros de vez en cuando, perdone que no le pidiéramos permiso- agregó con unas mejillas tono vergüenza.
-Seguro que el próximo sábado hará sol- comenté, dando continuidad a la conversación que me interesaba. ¿Qué más iba a decir si yo mismo me vi alzando el dedo como un loco, sin saber por qué?
Me acababa de convertir en un tonto con barriga delante de esta mujer que, francamente, no parecía estar invadida de más locura que yo. ¿Qué me hizo pensar que yo fuera mejor? A mi edad, digamos, ¿por qué soltero? ¿Por qué huir de las mujeres sin ser capaz de lanzármele a ninguna? Estas preguntas me las podría haber leído cualquiera en la mirada. Pasaban por mis ojos como los carteles que arrastran los aviones donde bien se podría leer: soy un tonto confirmado.
Mientras pensaba en el cartel y definía el color que llevarían las letras de mi tontería más clara, la de hacer pasar por loco a otro, yo con condiciones de más, Inmaculada se puso de pie murmurando un casi va a llover o algo parecido. Extendió el libro que me negué a recibir mientras notaba cómo sus libras de menos y su falda de más, las hacían parecer una mujer del siglo antepasado. Me pareció que la tela de su falda habría bastado para hacer una cortina que cercase todo el parque y me reí de pensar eso.
O mi risa no le gustó o su virtud se oponía a seguir conversando conmigo porque me di cuenta de que apuró su huida. Pero yo, que pensé que otro sábado podríamos sentarnos a conversar sobre dedos bronce o a lo mejor sobre otros libros sustraídos, le pregunté si un día podríamos sentarnos otra vez, con más sol, a ver si me salía eso de la luz en el dedo.
-Puede ser- respondió y ese “puede ser” me ocasionó un leve ardor en los ojos, el ardor propio de los deseos que se logran.
-¿Y cuándo sería?- pregunté sin saber dónde meter la cara cuando la viera otra vez.
-Cuando Colón baje el dedo- dijo… y se rió como se ríen las muchachas normales, las que saben que no necesitan minifaldas ni un esmalte de uñas rojo sangre para poner el mundo de cabeza.
[1] Dos pedazos de pizza y un refresco
Cuando descubrí a mi vecina sentada en el parque, con la mirada clavada en la espalda de Cristóbal Colón, no habíamos quedado en vernos. Sucedió por pura casualidad de la vida y, en este caso, una casualidad delgada y de rasgos débiles, de expresión casi ausente, de tonalidad marrón cobrizo y de textura alisada a fuerza de doblegarse muchas veces por año. Para las malas lenguas que lamen las calles de Vietnam, vuelvo y aclaro, que mi aparición en ese cuadrilátero donde cuerdos y locos se disputan la corona de la ignorancia, había surgido espontáneamente como la misma amenaza de la lluvia que me obligó, momentos antes, a despachar a mis muchachos del primer nivel de inglés del sábado por la tarde.
Bueno, la verdad es que les había dado el gusto de despacharles antes de las seis, no porque afuera el cielo amenazara con empezar a rabiar, sino porque dentro del salón también llovería por un defecto del desagüe del quinto piso que afectaba al cuarto y acabaría ahogando todos los salones como sucedió con la lluvia del mediodía. En tal caso, yo no iba a poder justificarles a las madres, seres elevados que bajan mucho de categoría cuando entienden que una pulmonía amenaza a sus crías, eso de quedarnos recitando el verbo to be con unas goteras que les caerían en la espalda, con la insistencia incisiva con la que un brujo vudú pinchaba con su aguja el cuerpo desahuciado de una muñeca.
Esa fue la única circunstancia que me obligó a salir del instituto. Mi madre diría que yo siempre me voy para mi casa después de que termino la clase pero, esta vez, yo no llevaba en mi bulto de maestro ningún ánimo de coger lucha en la calle. Por eso, cuando bajé el último escalón que me escupió en la calle El Conde, decidí ir en vía contraria del Parque Independencia. En verdad no me dejé ganar el pulso por una ciudad de aspecto fúnebre que anunciaba la continuidad de una lluvia desalmada.
A esa hora, con esa desesperación propia de los pasajeros que estarían huyendo de la Zona Colonial como esclavos del yugo, preferí huir de la escandalosa fila deseosa de conseguir un concho que fuera Los Mina. Cualquiera me daría la razón: un sábado por la tarde no es un día para terminar dándome empujones con quienes quieren cogerte el turno a la hora de montarte en un carro de concho, destartalado por todos los lados en que se le mire, sin cristales en las ventanas y con un chofer que te obligará a pegarte demasiado a los demás, animando con su frase famosa: “péguense como anoche”. Además por ser yo, que siempre me acaban cobrando dos y hasta tres pasajes por un solo viaje, ningún pasajero me querría a su lado.
Deambular me pareció mejor, sobre todo porque caminar bajo la llovizna y sobre los charcos de circunferencias impredecibles, siempre humedece mi memoria que deja ver las imágenes difuminadas de mi hermano Camilo, quien murió de meningitis en el Robert Read Cabral, cuando al hospital todavía le decían El Angelita. Así que, mientras no se definían las dimensiones del arrebato del tiempo, el pronóstico me cambió justo cuando caminaba por el Parque Colón y vi a mi huraña vecina Inmaculada. Sin duda, ese día guardaba un secreto que yo no le hubiera creído a nadie aunque me lo hubiera soplado allá en el barrio.
En Vietnam, donde vivimos, cualquier carajito mataría por poder venir a la calle El Conde a estudiar inglés. No solo porque hay varios institutos para elegir, también porque la gente sabe que, como hay turistas, puede practicar el idioma. Pero está claro que si los muchachos de un barrio que da el paisaje de Vietnam, tuvieran dinero para pagarse el curso, no tendrían para el pasaje semanal ni para bajar en recreo y comprarse una oferta 2x1[1]. Irían y regresarían muertos de hambre, tal y como nacieron. Con tal escenario, tampoco Inmaculada tendría edad ni dinero para venir a tomar cursitos al Conde. El qué hacía ahí y desde cuándo, era imposible saberlo con mirarla. A simple vista no llevaba cartera, ni cuadernos que dieran una pista de que estudiara algo cerca de aquí. Yo, generalmente, pongo a mis estudiantes, los que tienen quien les cubra el curso pero no el deseo de aprender, a bajar al Parque Colón, mejor conocido como el parque de las palomas, para que conversen con los turistas, les ayuden a tomar fotos cuando andan solos y a darles direcciones cuando llevan la sonrisa con aspecto perdido o despistado.
Y me resulta casi gracioso reconocer que el día que vi a Inmaculada, el que andaba perdido era yo. Caminaba como quien lleva objetivo sin llevar ninguno. Solo estaba sacando a pasear mis dos manos que, generalmente, andan con su mundo de cabeza en los bolsillos de mis pantalones de moda cuadriculada. Desde hace un tiempo a esta parte, yo había empezado a tener problemas para conseguir mi ambiciosa talla. Por eso era poco probable que yo pudiera disponer de una gran variedad de opciones, que estaba reducida a ese pantalón de cuadros de colores tan vagos, que su tonalidad exacta no se puede retener en la memoria. También me ayudaba con insistencia un jean prelavado y un pantalón negro al que mi madre le llama todavía el imán de las pelusas. Y cuando se habla de ropa, mi madre sabe lo que dice porque era lavandera de verdad, de las de antes, de cuando las señoras medio pobres no disponían de lavadoritas japonesas y, a fuerza de acariciar con desprecio el sucio de muchos desconocidos, consiguió respaldar mi espíritu de superación. Cosa rara en ese barrio donde viví antes de llegar a Vietnam, donde ganar un juego de dominó y saber bien bailar salsa, valía más que un diploma de 8vo grado.
Pues la cosa es que Inmaculada, a la que los malos tratos le acuñaron el sobrenombre de Culá, estaba sentada en el parque, acomodándose en su asiento como si nada, justo cuando el cielo empezó a disparar. No tenía paraguas, ni un periódico abierto, como bien se le ocurrió al señor que había estado sentado a su lado unos momentos antes. Me lucía completamente ajena a esta sensación asquerosa de tener mojados los pies dentro de los zapatos ¿no se daba cuenta de que se desplomaba la angustia del cielo? No, estaba claro que Culá no advertía ese comportamiento huidizo de los demás que se retiraban del parque como fichas de un tablero cuando, repentinamente, los dos contrincantes se han cansado del partido o ya comprendieron que estaba, más que claro, quién era el derrotado.
En lo particular, me llamó la atención la mirada exacta, casi puesta en una balanza, que Culá ofrecía a la estatua de Cristóbal Colón y su dedo levantado. La miraba con la cordialidad con la que se mira a un sujeto que sabes que conoces bien pero no recuerdas de dónde. No le voy a negar a nadie que cuando Culá movió la mano y señaló hacia el dedo de Colón, en verdad me asustó el movimiento de sus manos que antes me parecieron del mismo material que las del Almirante. ¿Qué coño estaba tramando con la estatua? ¿Se daba cuenta de que alguien estaba notando su comportamiento, alguien que la conoce del barrio y que se anda fijando en lo que no le importa? Alguien que, además, también se está mojando solo para hacerle el juego o para que no le pese en la conciencia.
Mientras Culá empezaba a dibujar en el aire la ruta para llegar al manicomio más cercano, me detuve a observar la vanidad de la Catedral Primada de América, que por ser primera no fue la mejor, que conste. Su fachada mojada se levantaba con el mismo orgullo de siempre como si no estuviera notando que en cada hueco de ladrillo, en cada disparo a quemarropa que el tiempo le daba, una paloma del parque se cagaba. Seguro lo primero era cogerla de nido, pero al cabo de poco tiempo cualquier paloma, por más bruta que sea, sabría que sus huevos no se ponen en todas las canastas y entonces cogerían los solemnes muros de la catedral para cagarlos. El parque contenía estos muros de dimensiones mal calculadas, donde además de los vivos que van todos los domingos a rezar, guardan en sus discretas fosas de mármol blanco, a muchos muertos que merecieron más misericordia que todos los indígenas exterminados.
Quitándome las gotas que me pudieron caer cerca de los ojos, volví a Culá. Si ella hubiera estado consciente de su entorno, a lo mejor habría advertido el olor a tierra mojada (y a mierda mojada) inundando el parque. Y además habría notado el silencio que fue llegando con la misma rapidez con la que los niños se fueron yendo, no solo por la evidente lluvia que le sirvió a la Catedral de espantapájaros, sino porque la prematura noche empezaba arropar el parque como si fuera a arropar a un niño que se tuvo que acostar temprano.
Esta obvia enajenación de Culá me impulsó a retirarme un poco -no me fuera a oír- y llamar a doña Fredes. Avisarle de la situación era necesario. Culá vivía con Fredesvinda desde hacía muchos años (todo el mundo sabe que el sufrimiento y la compasión se llevan bien). En fin que esta mujer, que se hizo su madre de la noche a la mañana, vendría a recogerla en cuanto supiera que Culá estaba como una loca sentada al borde de la lluvia más escandalosa de este pedazo de mundo, haciendo señas delirantes con un dedo. No veo mucha diferencia entre esto y estar completamente desajustada.
Pues en la catequista Fredes, la que nos hizo bautizar a todos en Vietnam –a mí dos veces porque no me creyó que fui bautizado antes de venir a la capital-, me gasté los últimos minutos de mi celular. Para mala suerte, no la pude ubicar en el barrio. Ni mi madre dio con ella, quien me hizo saber que doña Fredes se reúne los sábados por la tarde con los demás vejestorios de la iglesia y no hay quien les vea el pelo. Tampoco quise dejarle el mensaje con mi mamá que tiene el poder de regar un chisme con la violencia de un vómito. De caer en esa boca –con el perdón de mi querida madre- Culá iba a recibir más burlas de las que había recibido en Vietnam y completamente gratis.
Como en la adolescencia Culá tenía los dientes torcidos y unas muecas de preocupación prematuras, como era lo más parecido a un palo seco, de figura y de ánimo, los muchachos del barrio le silbaban con timbre de enamorados y cuando ella miraba le gritaban groserías. Cuando todavía no habían caído presos, el Bigote le voceaba Totogrande y Vicente El Guandul aprovechaba verla tender sus pantis para robárselos del tendedero y luego colgarlos en las verjas de todo el vecindario.
Como Culá cumple años solo los 29 de febrero, que es lo mismo que decir cada cuatro años, la vieja Fredes siempre le organizaba fiestecitas. Una vez le organizó una fiesta con la absurda idea de casarla. Tuvo la ocurrencia de invitar a todos los varones del barrio para ver si alguno se interesaba en ella. Hasta a mí me llegó la invitación, no por una tarjeta como se debe, sino por una escandaloso “no se atreva a faltar don Vicente” que me gritó a través de la ventana que separa su sala de la mía.
A doña Fredes no se le ocurrió pensar que con mi edad pálida, mis intereses que huelen a un polvillo parecido al de los libros viejos y mi oficio de solitario, está más que claro que no disfrutaría de aquel espectáculo organizado por dos o tres celestinas. En fin, que tan poco interesó su silencio de 37 años, su cuerpo huesudo y desamparado, que hubo bizcocho por muchos días y a mi casa mandaron tres veces en una misma semana. “Es que hay muchos apagones, doña Vicenta”… le decía doña Fredes a mi madre, como pidiéndole excusas por pasar para mi casa otro pedazo de bizcocho casi descompuesto.
Aunque yo había visto en este trato, la desconsideración propia de la ignorancia de la juventud, al ver su poco juicio sentado en el banco, me preguntaba si Culá acabaría como una perturbada local, como parte del paisaje que te acostumbras a ver por la ciudad colonial. Como tampoco me había casado, leo todo lo que llega a mis manos y ya rondo casi los cincuenta, sé bien que estar solo es lo más parecido a un pelotazo en el pecho, a tener un manifiesto por dentro, como una cosa que pesa y que no se quita con ningún consuelo. Hace tiempo me dejó de importar que me señalaran como a un tipo raro porque corro con la suerte de merecer el respeto, si bien poco, que se le tiene a un profesor, a un pobre superado, que vive con su madre en un barrio caliente.
Como en Vietnam no se guardan secretos, y si los hubieran sería lo más parecido a una tierra minada, donde todo cuerno por más fino manejo que tenga, acaba explotando como una noticia que no necesita imprimirse en una primera plana para estar denunciándose en la boca de todos, todos sabían que Culá andaba detrás del amor. Y si no andaba ella por determinación propia, lo era por la determinación del resto de las mujeres del barrio que no veían bien que se quedara tan sola como nació: huérfana de madre desde el mismo momento del parto y sacada viva por una suerte tal, que habría hecho pensar a los médicos que la vida le tenía preparado algo grande. Pero desde los tres años también fue anunciada huérfana de padre y, de los tres a los catorce, todas las tías la querían para tenerla de chopa limpiándole las miserias. Y, bueno, cuando cumplió catorce y una tía encontró al marido a punto de violarla, la echó de la casa con una golpiza y la dejó en Caribe Tours. De La Vega venía doña Fredes y encontró a Inmaculada llorando sin un centavo en la estación de autobuses. Sin tener para donde coger. Esta historia –de tanto que la oí en la cocina de mi casa- me la sé mejor que las protagonistas.
Y allí, en ese parque donde a nadie le importa quién se sienta ni quien se levanta, me hice un espacio a su lado sabiendo que a lo mejor ni se daba cuenta de nada y ni saludé. Como después de esa fiesta Inmaculada nunca hablaba con los vecinos y casi nunca se dejaba ver (y honestamente yo tampoco), la recordaba como un disfraz elaborado para el carnaval por los muchachos del barrio. Me asombró que tuviera unos ojos almendrados de un marrón casi transparente. Apuesto a que si los hubiera visto más de cerca habrían dejado ver, con pelos y señales, todo lo que llevaban por dentro. Se diría que yo tenía una lupa en cada ojo, que me permitió ver detenidamente sus brazos: largos como la miseria que llevaba en la vida, marcados por los latigazos de correa que habrá recibido por no fregar los platos a tiempo o por mirar telenovelas mientras la tía de turno no estaba en casa.
Luego de un rato me esforcé por mirar lo que ella miraba, mi curiosidad de maestro alzó mi dedo y también acabé señalando el dedo alzado de Cristóbal Colón: un Almirante mucho más bronceado de lo que pensó que estaría en vida cuando atravesaba nuevas ideas en busca de un mundo mejor dibujado y solo encontró ingenuos corazones con poca ropa. Allí estaba ahora Cristóbal Colón, el gran Almirante, después de más de 500 años, señalando el hacia el norte y sin notar siquiera a la pobre reina Anacaona, arrastrándose, trepándose como un lagarto hacia donde estaba el rey de los mares de La Española. El fin lastimero del pueblo indígena nos quedó claro desde siempre, no creo que fuera necesario que nos clavaran esa escultura recordatorio, como una estaca en el mismo medio del corazón.
En fin, no creo que Inmaculada y yo estuviéramos teniendo la misma apreciación artística. No pasó mucho tiempo para darme cuenta de que ella esperaba que algo espectacular sucediera. Pero nada sucedía solo que me saludó. Yo creo que me saludó porque casi la tumbé del banco. Me pareció muy tonto que yo mismo me preguntara si me reconocería, si le importaría mi bigote de salsero setentón y mi barriga cincuentona. Inmaculada sabía mi nombre y mi oficio. Conocía hasta el apodo con el que mi mamá me llamaba cada vez que me sembraba a leer, a escuchar Clásica Radio o a preparar mis clases. Las ventanas de mi cuarto daban con las ventanas del suyo, pero daba la impresión de que nadie habitaba del otro lado. Yo había puesto en duda que esa mujer articulara bien todas las palabras. Pero mi duda se mojó en el charco que se tendía debajo de nuestros pies.
-Un día puse el dedo así y un rayo de luz rebotó en el bronce del dedo. Parecía que la luz salía de mi dedo. Se siente lindo, como si fuera magia –. Su voz me pareció angelical, a lo mejor por el poco uso que le daba. Su respuesta me hizo descubrir que estaba consciente de que yo la había tomado por desajustada y que su dibujo con un dedo en el aire merecía una explicación sustancial. Y por eso bajé la mirada para encontrar, confundido con los estampados escandalosos de su falda, mi libro Pedro y Juan, de Maupassant. Era mi edición favorita, anaranjado y de trazos dorados, de 1965 y tapa dura.
-Su mamá me presta libros de vez en cuando, perdone que no le pidiéramos permiso- agregó con unas mejillas tono vergüenza.
-Seguro que el próximo sábado hará sol- comenté, dando continuidad a la conversación que me interesaba. ¿Qué más iba a decir si yo mismo me vi alzando el dedo como un loco, sin saber por qué?
Me acababa de convertir en un tonto con barriga delante de esta mujer que, francamente, no parecía estar invadida de más locura que yo. ¿Qué me hizo pensar que yo fuera mejor? A mi edad, digamos, ¿por qué soltero? ¿Por qué huir de las mujeres sin ser capaz de lanzármele a ninguna? Estas preguntas me las podría haber leído cualquiera en la mirada. Pasaban por mis ojos como los carteles que arrastran los aviones donde bien se podría leer: soy un tonto confirmado.
Mientras pensaba en el cartel y definía el color que llevarían las letras de mi tontería más clara, la de hacer pasar por loco a otro, yo con condiciones de más, Inmaculada se puso de pie murmurando un casi va a llover o algo parecido. Extendió el libro que me negué a recibir mientras notaba cómo sus libras de menos y su falda de más, las hacían parecer una mujer del siglo antepasado. Me pareció que la tela de su falda habría bastado para hacer una cortina que cercase todo el parque y me reí de pensar eso.
O mi risa no le gustó o su virtud se oponía a seguir conversando conmigo porque me di cuenta de que apuró su huida. Pero yo, que pensé que otro sábado podríamos sentarnos a conversar sobre dedos bronce o a lo mejor sobre otros libros sustraídos, le pregunté si un día podríamos sentarnos otra vez, con más sol, a ver si me salía eso de la luz en el dedo.
-Puede ser- respondió y ese “puede ser” me ocasionó un leve ardor en los ojos, el ardor propio de los deseos que se logran.
-¿Y cuándo sería?- pregunté sin saber dónde meter la cara cuando la viera otra vez.
-Cuando Colón baje el dedo- dijo… y se rió como se ríen las muchachas normales, las que saben que no necesitan minifaldas ni un esmalte de uñas rojo sangre para poner el mundo de cabeza.
[1] Dos pedazos de pizza y un refresco
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