miércoles, 26 de marzo de 2008

Máximo Vega: cuento

(Felipe Molina: boxeador)

LA VICTORIA

A las ocho de la noche después de salir del trabajo no hay mucho qué hacer, apenas caminar un poco por las calles ya algo vacías y, si el dinero del sueldo aún alcanza, olvidar los bares clase media y entrar a la barra de Amigué a tomarse dos Presidente o medio Brugal para ir matando el aburrimiento mientras tanto, no es que la vida sea tan difícil pero tal vez lo sea y por ahí vamos pasándola, ya a los treinta años a uno no le queda mucho por hacer que no haya hecho, como un anciano prematuro o un hombre de mundo cansado de viajar. Precisamente una de esas noches calurosas y un poco hediondas a sudor y al alcohol derramado sobre el piso de cemento donde orinan los clientes cuando el diminuto baño está lleno de beodos vomitando, se apareció Miguel como casi siempre pero esta vez no andaba solo, venía acompañado de un calvo grandote y obeso, negro como el carbón, que hablaba casi con la ingenuidad –y la ignorancia, por supuesto- de un retrasado mental, y Miguel –que es mi amigo y como buen amigo, aunque no entienda del todo mis aficiones, me soporta el ser escritor- me lo trajo porque, le había dicho el negro y se dignó confesarme luego, yo era un cuentista y quizás podría plasmar su historia en algún cuento vago que tal vez leerían mi familia, los amigos, las personas que creen en lo que uno hace aunque piensen que no sirve para nada. Recuerdo que había un abanico enorme detrás del dependiente joven con la camisa abierta hasta el ombligo que les sonreía a todos los clientes mostrando al parecer orgulloso un diente de oro que le brillaba como una joya; recuerdo que Miguel, a quien todo le asombraba como si fuese un poeta, me contó que la historia de la vida de ese hombre era bastante buena, buenísima y rarísima y no toda su vida, se retractó, repleta de hechos nimios y de intervalos tranquilos y sin interés, en general mediocre, sino lo que le ocurrió a ese hombre la noche del 22 de julio del año 1994 en el Palacio de los Deportes, una historia verdaderamente del carajo, terminó lapidariamente. Sentándonos en una mesa del fondo oscuro y tenebroso de la barra, delante de un afiche japonés con una mujer semidesnuda y esquelética de ojos rasgados que mostraba una Honda de los años setenta, el negro grande tuvo la gentileza de brindarnos las cervezas, y así empecé a vivir la existencia de alguien más, pasando la noche menos aburrida que las otras noches de los demás días, vamos matando el tiempo y apenas nos damos cuenta. “Tú verás, Máximo, que no te vas a arrepentir”, me advirtió entusiasmado Miguel. Supe, en primera instancia, que aquel hombre que hablaba como si la lengua le pesara había sido una vez boxeador, y que ahora era chulo de un lupanar de prostitutas decadentes, demasiado viejas y llenas de herpes. Supe que no le gustaba del todo su trabajo actual, que añoraba antiguos aplausos de un público veleidoso, casi tanto como un artista del espectáculo. Entonces, acompañado del aire que nos lanzaban sin misericordia las aspas del abanico detrás del dependiente, me contó por fin lo que le había sucedido aquella noche de julio del 1994.
Se llamaba Alberto Beltrán, como el cantante de merengue, pero le habían puesto un sobrenombre acorde con la profesión, además de que querían evitar futuras confusiones: le endilgaron, inspiradamente, el mote de Kid Beltrán. Era un mediano natural, y aunque se encontraba en un peso difícil, con cantidad de peleadores estrellas que le podían romper la cara a él y a diez más como él, no se amilanó en lo absoluto, y se embarcó en la tarea que le prometió a la madre antes de verla morir de tifoidea: tomándole la mano que temblaba, tocándole la frente que le ardía, le juró que iba a llegar a ser campeón del mundo de ese deporte rudo que practicaba en el solar de doña Linda, rodeado de cuerdas y de pesas construidas con varillas y cemento. Entre abundantes lágrimas lo reiteró sobre el cadáver de su progenitora: Campeón del Mundo, o Nada, a pesar de lo tremendo y lo difícil de su promesa. Así que, ayudado por los amigos del barrio y protegido por un entrenador acabado que una vez fue selección nacional del Equipo Panamericano, empezó a entrenar y empezó a aguantar los golpes esporádicos de los rivales que apenas lo tocaban, pero se dio cuenta –él primero que el público, que el entrenador, que los oponentes- que no tenía madera para llegar a campeón del mundo. Sin embargo, un juramento hecho a alguien demasiado importante se encontraba en juego, así que ganó las primeras cinco peleas, tres de ellas por nockout, con unos chongos que consiguió el entrenador para irlo puliendo y para que se fuera acostumbrando a los golpes, hasta que por fin, después de esos pleitos en los que se paraba en cada round con un miedo terrible a morir –me confesó, increíblemente-, sobre todo a morir, llegó a la Capital y se enfrentó en un combate desigual a Julio César Green, que lo noqueó en el segundo asalto. Se dio cuenta, al sentir el golpe bestial en la barbilla que lo alejó del mundo, de la realidad, de la lona en la que sin embargo iba cayendo, que era como si hubiese vivido todo aquello desde antes. Sabía lo que podía suceder si no se levantaba: volvería a la pensión y a cargar cajas en el almacén de Milito, volvería a soportar la pandilla barrial que se burlaría de sus deseos y su gran lengua, de su falta de coraje y su color, de su regreso vencido a la vacua vida de siempre. No pudo levantarse.
El entrenador lo consoló con la promesa de peleas venideras, con la verdad de que una perdida y cinco ganadas era un buen récord si se mantenía la perdida en sólo esa, pero cuando volvió al encordado y perdió la siguiente por decisión, empezó a desinflarse, como su ánimo de campeón del mundo. Ganó la octava pero perdió la novena, lo salvó de volver a su cuchitril parte atrás la luminosa idea que tuvo el entrenador para sacarle dinero a sus altibajos y su inconstancia: perdería, de ahora en adelante, por dinero; ayudaría a otros a llegar al pedestal que él creía destinado para sí. A partir de ese momento todo fue muy bien a pesar de que la afición a veces se ponía pesada debido a su bajo rendimiento –llegó a tener foja de 31 peleas, 14 ganadas, 2 empates, 15 perdidas- hasta que un día caluroso y gris, como esta noche del cuento, le llevaron la noticia de que un tal Alfredo Torres, apodado por su supuesta pegada el Martillo –el Martillo Torres, por lo tanto-, lo retaba más que nada porque querían hacerlo subir en el ranking, que fuera ganando experiencia como le dijeron a él mismo uno de sus primeros y remotos días, que fuera cogiendo trompadas y acostumbrándose a las mañas y a los golpes, pero sin tener la menor oportunidad de perder. Alberto, con 28 años ya, envejecido prematuramente, con la cara como hinchada y criando un olvido lento en los burdelitos infelices de la calle España, entre cueros cubiertas de polvo talco y de coloridas obscenidades, conoció al muchacho el mismo día en que fueron a amarrar la pelea: era un jovencito muy alto para el peso, flaco y buenmozo, con un aire campesino y perdido, con una cara de niño que no sabía qué diablos hacía allí, rodeado de aquellos jóvenes que maduraban precozmente, que lo veían de reojo y se reían a sus espaldas de su cara de adolescente, y entonces supo de inmediato –según él porque le fue revelado, porque se lo afirmó el mismo Dios que lo observaba, y guiaba a su madre de seguro en su Santo Seno- que podría ganarle con una sola mano a ese pobre muchacho que ni siquiera tuvo la gentileza de despedirse. Sin embargo, el entrenador lo llamó aparte y le dijo que tenía que perder en el cuarto, que el negocio estaba hecho, que iban a pagarle más que bien porque el tal Martillo ese era un galán y si se daba bueno su imagen lo ayudaría. Pero por primera vez en esa carrera de mierda, obviando que reconocía que vivimos en un mundo de imágenes, Alberto se negó rotundamente: no contra él, carajo, me vas a hacer pasar la vergüenza, no viste cómo le alargué la mano y por poco me la escupe. Pero es que pagan demasiado bien, le replicó el entrenador, después de ésta si te da la gana pones un negocio y te retiras. Alberto asintió con la cabeza, pero tenía, en lo más íntimo, urdido de antemano su plan.
El 22 de julio fue el combate, al parecer el muchacho tenía su fama porque el Palacio tenía público hasta la mitad, y obviamente por él no era. Nunca tanta gente había asistido a una de sus peleas; recordó las cuerdas rojas y azules que le colocaron al ring especialmente para esa noche, recordó cuando salió del camerino con el entrenador detrás con la toalla en el hombro y un cubo con hielo que parecía más bien una lata de salsa de tomate, y el hijo del entrenador que le servía de second, un muchacho de 15 años que odiaba el boxeo y que acompañaba a su padre porque éste lo obligaba, y le pagaba por cada pelea a la que asistía 50 pesos. Recordó que el Martillo entró con una caterva de acompañantes, con su entrenador y dos seconds, uno de ellos el cutman, con amigos del campo que le daban apoyo moral, con una banda de merengue típico que lideraba un hermano suyo, con toda esa gente que se confundía con el público, como en aquellas hermosas peleas extranjeras que pasaban por la televisión, en el Madison, o en las Vegas, Nevada, la meca soñada del estilista con condiciones. Recordó ante mí los reflectores en el techo, los vítores al muchacho, el esplendor de una noche que no era como todas las demás, que consideraba era su noche, la noche de su vida porque, aunque no pensaba seguir al pie de la letra las órdenes del entrenador, esa sería, definitivamente, la noche de su retiro. Recordó a su madre, los espasmos en su pecho escuálido, su mano sin fuerzas, su cara de ojos hundidos, y mientras se persignaba antes de que sonara la campana, se la imaginó mirándolo y protegiéndolo y le pidió perdón por una promesa demasiado grande que no era capaz de cumplir.
El primer asalto transcurrió como se esperaba, mucho estudio por parte de ambos, se veía que al muchacho no le habían advertido nada porque lo respetaba mucho, él sabía que en estos casos es mejor quedarse callado para que el pupilo se esfuerce y vaya aprendiendo porque ese es el objetivo, cuando se dio cuenta de que el muchacho estaba demasiado nervioso y no atacaba él tuvo que sacar las manos para que nadie sospechara, le dio dos golpes en la cara y uno en el costado tratando de amortiguarlos lo más posible, aún así creyó percibir que el Torres se resentía, pensó Es Maricón De Verdad El Pobre Tipo, sonó la campana y tuvo que sufrir las amonestaciones del entrenador que no sabía nada de dramas ni de teatros, cógelo suave que cualquier cosa que pase hay que devolver el dinero y yo ya me bebí la mitad. En el segundo las cosas fueron diferentes, el muchacho le partió para arriba desde que sonó la campana, se notaba que en la esquina le habían aconsejado que se esforzara, que se diera cuenta que el tal Kid Beltrán se encontraba en el ocaso de una carrera que nunca ascendió y ahora estaba acabado. Le aguantó todo lo que le tiraron que de todas maneras no fue mucho porque el muchacho tenía poca técnica todavía, lanzaba desorganizadamente, pegaba a veces con la mano abierta, él le tiraba jabs para que no se dieran cuenta, supuestamente para mantenerlo alejado, lo que menos le gustaba era que el Martillo cada vez que lo acorralaba en las cuerdas le gritaba cosas, que si eres un viejo que ya no puedes conmigo, que si comemierda y te voy a enseñar de dónde son los cantantes, y él solamente se limitaba a sonreír; pensaba que las cosas no eran así, por qué había que estarlo insultando de esa manera cuando todo era un drama y podía salirse de las cuerdas cuando quisiera, aunque luego se contradecía y se convencía de que esas son cosas de la juventud, como si él mismo tuviese cien años. Veía al público levantándose de sus asientos, gritando y arengando a alguien que no era él, a alguien que le hubiese gustado ser él; vitoreando a ese pobre infeliz que se les perdería en el futuro cuando alguien lo noqueara sin problemas como lo noquearon a él que no tenía madera para eso, creía que sí pero no, le faltaba algo que no sabía qué era pero que le faltaba. Y el techo del Palacio como bajando hasta él, de repente, presionándolo de súbito, como desgranándose todo sobre su cabeza y el aire de afuera que empezó a cubrirlo, que empezó a proporcionarle algo de oxígeno que sus pulmones necesitaban, algo de locura, de latidos en sus sienes que le ardían, de felicidad por la muerte, si llegaba. Y en ese preciso instante, cuando el resorte se había soltado y supo que su momento se aproximaba, cuando el muchacho le lanzó de nuevo el insulto empezó a golpearlo, ya no le tiraba sólo jabs sino upercuts y punches, el Martillo como que se asombró de esta milagrosa recuperación y al parecer el público también porque se apagaron las voces, los vítores, el desorden de alabanzas injustificadas, sonó de nuevo la campana con el Martillo casi en el suelo y el entrenador contrario fulminando al suyo con la mirada de gangster, de asesino, él recibiendo el castigo de su propio entrenador que le preguntaba a gritos que si se había vuelto loco, si no se daba cuenta de que había que perder, que el dinero –que era, para lo que le habían pagado antes, más que mucho- estaba ya en el bolsillo. El hijo reía divertido entre las cuerdas, le repetía mátalo, Beltrán, mátalo, hasta que su padre le pegó con los nudillos en la cabeza. El tercer round no varió mucho, de repente un público antes indiferente hacia él se levantaba y coreaba su nombre, el uno dos del costado a la cabeza y de la cabeza a la zona hepática, el muchacho sin aliento sin saber qué hacer, sin experiencia, sin recursos para defenderse; hubo un momento incluso en el que perdió el protector bucal y Beltrán le mandó una derecha que le saltó un diente –Alberto recuerda la sangre que escupió y que le cayó en el pecho, como un escupitajo a un traidor-, y el referí tuvo que parar la pelea para colocarle el protector, ahora Alberto le decía Repíteme Quién es el Viejo, Cabrón, Quién es el Pendejo, Cabrón, y creyó verle casi llorar delante de su cuerpo que lo cubría y no le daba tregua, creyó verle destruido por la elección difícil entre su orgullo y el dolor que lo minaba, creyó verle respirar con un hondo alivio cuando lo salvó la campana mientras Alberto pensaba esto es la victoria, esto, lamentablemente una victoria acarrea siempre una derrota y veía al entrenador contrario que sentó al Martillo en el banquillo y aparentemente le confesó todo hablándole muy alto, regañándole por ser tan cobarde, diciéndole a las claras mira con lo que nos vino a salir este Judas maldito.
En el cuarto round se dejó noquear, como le habían ordenado. Esperó un golpe telegrafiado a la barbilla, cinco segundos después de sonar la campana, y trató de fingir lo mejor posible su aparatosa caída a la lona. Lo hizo –me confió, casi como un benefactor- porque cuando se atrevió a levantar las manos en señal de victoria y el público le dio la espalda al muchacho, se vio a sí mismo en él, lo que una vez fue él, sabiendo en lo que se convertiría luego, confirmándolo después porque, tras esa pelea, su patrocinador prácticamente lo abandonó. Y sintió lástima por él, y sintió lástima por sí mismo. Lo llevó a descubrir que no tenía madera para escalar peldaños más altos.
Con el dinero de esa pelea y de las anteriores, que había ido ahorrando poco a poco comiendo servicios de a dos pesos y poniéndose ropa usada, se asoció con Amigué, y compraron la barra en la que hablábamos. Las prostitutas estaban en el segundo piso, en ropa interior atendiendo a los parroquianos. Yo, que tengo una curiosidad natural de escritor, casi detectivesca, intuí otra historia quizás más interesante entre líneas, y le pregunté cómo podría encontrar al Martillo, para comparar puntos de vista y atar ciertos cabos. Miguel se rio junto a Beltrán, como si yo hubiese preguntado algo muy ridículo, o muy obvio. “¿No lo reconoces por la historia, mano?”, preguntó Miguel, apuntando con la boca hacia un lugar claro y limpio, detrás del mostrador. El dependiente reía como siempre, delante del abanico de enormes aspas, con su misterioso y brillante diente de oro.

1 comentario:

Daniela Cruz Gil dijo...

Como siempre Máximo, no se esperaba menos de ti, Eximia Figura Literaria.