El ánima
El teléfono sigue sonando insistente, tiene días de no parar, no entienden que no quiero hablar con nadie. En mi habitación tengo todo lo que necesito o mejor dicho, todo lo que me interesa tener: mi computadora, una botella grande de vino tinto, la última edición de Playboy, un trozo de pan seco, dos naranjas y tiempo.
Sí, tiempo y nada más que tiempo. Nunca antes me había importado nada, y por qué ha de comenzar a importarme ahora, cuando he decidido suicidarme.
No he querido escribir las razones por las que tomé la decisión de largarme al otro mundo. Pero hace tiempo que tengo la extraña sensación de que mi verdadero lugar está del otro lado, en la morada del silencio y las tinieblas. Creo que por eso amo tanto el silencio y la soledad. De hecho, me encantan los lugares oscuros, pequeños y solos, como el interior de los féretros. Hay algo mágico y enigmático en la soledad fría de un ataúd. Me atrae, tal vez porque nadie te molesta dentro de él y nadie sabe que estás adentro, pudriéndote, convirtiéndote en lo que eres: Nada y nada más que nada.
Creo que esa es la verdadera razón por la que escribía. Tal vez porque en el papel siempre fui alguien. El olor de la tinta al secarse en el papel es como una pócima que al respirarla me transformaba en tantos seres distintos, tantos seres que fui, tantos seres los cuales siempre quise ser y que a lo mejor, muy adentro aún sigo siendo. No me pongo de acuerdo, a veces es difícil hacerlo entre tantos personajes.
Aunque, si de una cosa estoy seguro, es de que detesto a los intelectuales, principalmente a los escritores y críticos; los considero repulsivos y hasta podría decir que arrogantes. Son una misma especie infame. Siempre dando opiniones que nadie les ha pedido, como si con ellas justificaran su innecesaria existencia en el universo.
Por eso me gusta cerrar la puerta de mi cuarto con llave, para imaginar cómo se siente el mundo estando libre de aquella estirpe maligna y despreciable. Sin ninguna brecha por donde puedan entrar a enfermarme la existencia. Por eso no los leo, ni los busco, mientras más distancia, mejor. Mi cuarto es más que suficiente para mantenerlos lejos.
Si no hubiera sido por Adriana, nunca hubiera salido a ninguna otra parte que no fuera la tienda de la esquina. Iba a ella para no morirme de hambre y falta de vino; además, al gallego que la atiende hace mucho que lo conozco y aunque de soslayo aparente ser medio torpe, no lo es, creo que en el fondo es uno de los tipos más inteligentes que he conocido; debería postularse para alcalde, o presidente tal vez, pero él es demasiado hábil para hacer eso, la gente demasiado inteligente no puede ser política porque la destroza el pensamiento y por ende la torturadora conciencia termina por trastornarlo por dentro. Creo que por eso el gallego prefiere ocultar su verdadera cara detrás del antifaz de pendejo y las latas de sardina, que amontona sin parar en los estantes de la tienda, como si fuera un rito.
Pero Adriana, la puta de Adriana, fue la culpable de todo lo ocurrido. Si no hubiera sido por ella, no salgo de mi mundo y me quedo aquí a esperar los años y la muerte, rodeado de mis papeles dóciles y fieles. El papel es fiel porque anda con la verdad de su contenido en el lomo y dócil porque basta borrarlo o escribirle otra cosa encima para que no se queje o contradiga.
Pero esta historia no tiene que ver con el papel y su fidelidad, sino con Adriana. A decir verdad, las mujeres antes de ella nunca me importaron mucho, de hecho, me hastiaba la energía que se gasta en mantener a flote un romance. Nunca duré más de tres meses con nadie. Prefería poner toda esa energía en las hojas e inventar el romance perfecto en las fábulas, manipulado y controlado a mi manera.
Los romances de mis héroes y heroínas siempre me resultaron menos complicados; cada vez que comenzaba uno, ya sabía de antemano adonde terminaría; si no me gustaba, simplemente le ponía un punto final al párrafo y listo, todo estaba acabado. Sólo tenía que arrugar el papel y tirarlo al zafacón y adiós recuerdos, hasta que llegara la próxima aventura.
A Adriana la conocí por un correo electrónico que me enviara después de leer mis cuentos en un Blog de escritores aficionados. No sé quién habrá puesto mi trabajo allí, ni a quién se le ocurrió también publicar mi dirección electrónica en la página. Nunca me gustó publicar mis trabajos en esos horribles sitios inundados de escritores; sí los benditos tiburones que se pasan la vida opinando y tratando de escribir con las técnicas dictadas por las corrientes literarias del momento, determinando quién es mejor o peor y olvidándose de la parte más importante: escribir lo que se siente y ya, el resto es paja.
Pero las razones por las que mi trabajo apareció en aquel Blog no vienen al caso en esta historia. Lo que sí importa fue la nota de Adriana en letras negras y bordeadas con sombra en el e-mail: “Estoy enamorada de usted, me encanta lo que escribe” ¿Era posible que alguien pudiera enamorarse por el simple hecho de leer un trozo escrito por mí en diez páginas? Me lo pregunté más de una vez y no puedo negar que al principio dudé sobremanera de la nota, pensé que se trataba de una broma de mal gusto.
Pero, fuera de mi hermana en Madrid, y de mi madre, interna en el asilo de ancianos, yo no conocía a nadie, ni siquiera tenía amigos; bueno sí uno, Quique, pero no creo que supiera usar una computadora de esa manera para jugarme una broma así. Esa misma noche, le contesté a Adriana y, en una línea debajo de su respuesta, me invitó a tomar un café en el restaurante Rayuela, cuando abriera la feria del libro, en tres semanas. Pero antes me pidió que le enviara algunos de mis trabajos para ir familiarizándose más con mi obra.
La verdad, no lo pensé mucho y de inmediato le envié tres poemas; ella los leyó y me envió otra nota admirada, pidiéndome más. Entonces le envié el resto. Luego, siguieron todos mis cuentos, mis novelas inéditas, mis ensayos, hasta que, cuando ya no me quedaban manuscritos para enviarle, comencé a digitar mi diario en la computadora y a mandárselo adjunto a los correos. Ella, por su parte, me alocaba con sus notas cada vez más fervorosas y enardecientes. Alimentando mi ego, me hacía sentir como si necesitara de mis escritos para completar su día.
Creo que, en el fondo, todos los que escribimos queremos encontrar a alguien que simplemente nos pondere, sin importar si en realidad nos entienden, si nos conocen o no. Alguien que nos lea sin juzgarnos. Además, sus notas indicaban que Adriana leía así por lo que había conocido de mí en mis textos. Nadie nunca llegó a conocerme tanto. Porque a pesar de los manuscritos también le comentaba las razones, los motivos y situaciones que me provocaron a escribir tal o cual cuento, poema o historia. Entre Adriana y yo, no había secretos.
Cualquier que leyera mis libros publicados estaba sujeto a su propia interpretación, pero Adriana no, Adriana tenía la mía. Toda mi vida anduve buscando alguien que me leyera de una forma desinteresada, alguien que me leyera como lo hacía Adriana.
Las dos semanas antes del esperado café, no hice otra cosa que aferrarme a los correos de Adriana. Llegaba uno y, para forzarla a escribirme, le escribía otro. Me fascinaban sus notas, que aunque cortas a veces, servían para enamorarme irremediable y alocadamente de la mujer que las enviaba: “¡Wao, bello, qué metáforas!” O preguntando, “¿y quién era la del poema? O, a veces: “Me hubiera gustado ser yo la musa”, y así por el estilo, hasta que llegó el día de tomarnos el café. Atravesé por en medio de la gente y me senté al lado de una mesa cerca de uno de los pabellones donde se celebraba la famosa feria del libro, a la que Adriana me había invitado para conocernos. Miré a la gente en los alrededores y no la vi. A mi lado, un payaso de blanco intentaba salir de una caja invisible, mientras otro, jalaba inútilmente el cerrojo de una puerta también invisible de la caja.
El acto duró una hora corta, seguido de un guitarrista y una muchacha vestida de gitana acompañándolo con dos maracas. Luego, tres horas después, llegaron dos muchachos tocando unos cubos de plástico, como si fueran tambores y, por último, llegó un barrendero a recoger la basura dejada por los asistentes a los eventos durante el día y a acomodar los bancos. La que nunca llegó fue Adriana. No podía creer que tuviera
el descaro de dejarme plantado de esa manera, y llegué a mi cuarto. Después de casi acabar la botella del tempranillo de un sorbo, revisé mi correo y, por primera vez en tres días, no había carta de ella en el buzón electrónico. Adriana, simplemente, no volvió a escribirme.
Entonces, en mi desesperación por encontrarla, tal vez buscando leer alguna de sus notas quizás dirigidas a otro, y pretender que iban dirigidas a mí, para así llenar el vacío que las notas de Adriana habían dejado, busqué sobre ella desesperadamente en las bases de datos de la Internet. Para sorpresa mía, Adriana Betancourt era directora de la asociación de críticos literarios de la revista Letrario. Era uno de ellos.
No sé por qué diablos siguen llamando, no entienden que no quiero hablar con nadie, no me importa si alguien quiere comunicarse conmigo o no; yo simplemente no quiero hablar. Lo que tenía que decir ya lo dije, o mejor dicho lo dijo Adriana por mí en un articulo mugriento de la jodida revista de intelectuales traicioneros, desgraciados y malintencionados. Pensé que, bueno, ¡qué importa lo que piense o pensé!
—¡Abran la puerta por favor! —alguien toca insistente la puerta y se detiene, y después de unos cuantos segundos se desespera y vuelve a tocar con más insistencia que al principio.
No le voy a abrir a nadie, yo sólo quiero estar en mi cuarto, encerrado y solo. Yo no quiero ver a nadie, que se vayan de una maldita vez. El teléfono no para, me pregunto a quién diablos se le ocurre llamarme tanto.
—¡Ring, ring..., ring!
—¡Abra la puerta o la tiramos abajo! —vuelven a gritar del otro lado, seguido de un grupo de bocinas y sirenas ruidosas.
—¡Ring, ring..., ring! El teléfono vuelve a sonar insistente, la máquina contestadora se activa y una voz de mujer entonces sale del aparato:
— Leonardo, soy yo, Adriana. He estado preocupadísima,
hace tres días que no me escribes, tu cuenta de correos está desactivada y no fuiste a la cita del café. Te busqué por todas partes y no te vi. Entonces busqué tu número en la guía y me atreví a llamarte. También llamé a la tienda del frente y el gallego me dijo que no te había visto en días y me prometió que iría a darte la vuelta.
Es mentira. Estoy seguro, me engaña como me engañó para que le enviara mis trabajos para criticarlos en su mugrienta revista de escritores. Malditos escritores...
—Toc-toc-tun-tunn. ¡Si hay alguien que abra de una maldita vez! Rompan el cerrojo...
2 comentarios:
Me atreveré a comentar aunque al narrador (no sé si al autor) no le gusten las críticas. Me ha gustado la circularidad de este cuento, a pesar de su infeliz desenlace. Esa Adriana puede ser el terror de cualquier escritor. ¡Bien hecho, Leonardo!
Excelente Leonardo,eres un excelente escritor, hoy participe de una conferencia que diste en la UASD /Curne de San francisco, bueno me gustó mucho como te desenvolviste, se nota que eres una persona muy preparada e inteligente.Despertaste en mi el interés de la lectura aún más, pues soy estudiante de Filosofía y Letras y me hiciste pensar que tan lejos puedo llegar y llegaré si vivo....gracias!
Soy Yamilka la chica a quien le firmaste el libro. YA ERES UNO DE MIS FAVORITOS ESCRITORES
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