jueves, 25 de junio de 2009

Escritor invitado: Manuel Salvador Gautier

MANUEL SALVADOR GAUTIER. Es Ingeniero Arquitecto de la Universidad de Santo Domingo, República Dominicana, y Doctor en Arquitectura de la Universitá degli Studi, de Roma, Italia. Inició su obra literaria en 1993, cuando publicó la tetralogía Tiempo para héroes, con las novelas El atrevimiento, Pormenores del exilio, La convergencia y Monte adentro. Esta obra fue ganadora del premio de Novela Manuel de Jesús Galván1993, de la Secretaría de Estado de Educación. En 1995 publicó la novela Toda la vida, ganadora también del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván 1995. En febrero de 1999 público su novela Serenata, escogida por la Pontificia Universidad católica Madre y Maestra (PUCMM), Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y Universidad Iberoamericana (UNIBE) para ser leída por los estudiantes en sus cursos de literatura. En octubre del 2001 recibió el Premio de Novela de la Universidad Central del Este por su obra Balance de tres. En noviembre del 2002 fue declarado ganador del “Premio Víctor Hugo en la Historia”, con el ensayo “La fatalidad no está en un campanario de París”. Este Premio se convocó para celebrar el bicentenario de nacimiento del famoso intelectual francés y fue patrocinado conjuntamente por la Secretaría de Estado de Cultura y la Embajada Francesa en la República Dominicana. En enero de 2005 presentó siete relatos en Historias para un buen día, escogida por la PUCMM para la lectura de los estudiantes en literatura. En agosto de 2005 su cuento “Urías” ganó el Segundo Premio en el concurso internacional de cuentos y poesía Premio “Citta de Viareggio”, en Italia, promovido por la editora Il Molo. Concursó traducido al italiano. En febrero de 2006 publicó el ensayo Jaime al descubierto y en octubre, Ediciones Cedibil publicó su novela El asesino de las lluvias, que fue traducida al italiano por Maria Antonietta Ferro y publicada en 2007 por Giovane Holden Editori de Lucca, Italia. Ha publicado ensayos cortos en las revistas literarias Isla Abierta del Periódico Hoy, VETAS y otros medios de comunicación. Ha sido panelista en varias ocasiones en la Feria del Libro, y participado como conferencista en la presentación de varias obras literarias. Pertenece al grupo literario Ateneo Insular, del Movimiento Interiorista, dirigido por el intelectual Bruno Rosario Candelier, donde participa activamente, y donde ha realizado una obra intensa presentando ensayos cortos sobre la novelística nacional e internacional. En el 2005 fue nombrado Coordinador del Grupo Mester de la Academia de la Lengua, que tiene como objetivo difundir la narrativa dominicana; y en diciembre de 2007 fue nombrado Miembro Correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Presentó su discurso de entrada a la Academia en enero de 2009 con “La narrativa dominicana y las expresiones de la lengua”.


(J. Jesús Niño Torres: Árbol que florece en mujer y mariposas)


UN ÁRBOL PARA ESCONDER MARIPOSAS


Capítulo 3


.Él.


Infancia



Siso dijo que yo tengo la sensibilidad para ser hungán y me asusté. Como hago cada vez que debo pensar, me toqué los dientes delanteros con el dedo índice y me mantuve quieto, sentado en el piso de tierra, aparentando una tranquilidad que me faltaba.

Mi hermano Siso era mucho mayor que yo y el más viejo de los hermanos; alto y huesudo. Se veía más flaco porque siempre se ponía unas camisas que le quedaban grandes y le colgaban como pencas secas. Tenía la cabeza amarrada con el pañuelo de muchos colores que usaba a diario para identificarse con Papá Legbá, Ogún Balenyó y los demás Misterios radá, y lucía el anillo de metal en el dedo meñique que le regaló Mamá Yoyó, que yo quería y que él nunca se quitaba, ni para bañarse ni para persignarse.

Siso estaba frente al altar cuando me lo dijo. Hacía un recorrido con la vista por las piezas que lo componían. Se aseguraba que todo estuviera bien para la ceremonia de esa noche. De repente giró hacia mí con los ojos vidriosos, la boca salivosa y las manos tanteando el vacío como un ciego.

—Tian, busca la silla.

No había averiguaciones que hacer. Me levanté del piso, contento por moverme de allí para evitar ver a Siso caer al suelo dando retortijones y babeando espuma. Antes llamé a mi otro hermano Lucas, el que seguía a Siso, para que se hiciera cargo. Después que, ya hacía mucho tiempo, papá abandonó a Mamá Yoyó por otra mujer, Lucas era siempre el que resolvía las cosas del hombre en la casa.

La última vez que vi la silla estaba en el patio y hacia allá me dirigí corriendo. Siso la había usado para una sesión que no necesitaba del altar, con un grupo de muchachitos que querían ver cómo él hacía desaparecer una moneda en el aire y lograba encontrarla siempre, debajo de una de las tres tapitas que nos ponía por delante. A Siso le gustaba jugar con los niños, atraerlos. Ellos son inocentes, decía, están listos para el asombro, como tú, y me pasaba la mano por la cabeza.

La silla no era nada especial. Estaba hecha de madera de pino con asiento y espaldar tejidos en guano. Una silla común y corriente que apareció un día acarreada por alguien y que Siso usó, le gustó y no abandonó jamás, alegando que tenía un guanguá “muy fuerte, muy bueno, muy temerario”; un guanguá que en ese momento me desafiaba, pues la silla no apareció en el patio ni en ningún otro lugar donde registré. Recuerdo como ahora las discusiones que Mamá Yoyó y Siso tuvieron sobre la silla. Mamá Yoyó quería que Siso la pintara de rojo o verde con dibujos como los que poníamos en los tabiques exteriores de nuestros bohíos, para que luciera “más bonita” y fuera una atracción a los espíritus y un regocijo para los que venían a las sesiones. Siso se negó; dijo que la quería tal y como había llegado, que así tenía más poder, y así se quedó. Lo único que la diferenciaba de otras sillas parecidas eran siete hendiduras pequeñitas que Siso le hizo en forma circular con una cuchilla ceremonial y que representaban a los siete espíritus del saber; pero éstas apenas se notaban; había que conocer el lugar donde estaban. Yo las había visto muchas veces, ocultas en la parte inferior de una de los travesaños del espaldar. Siso las hizo para poseerla, para que el poder de la silla fuera de él y de más nadie.

Después de rastrear por un rato la silla me convencí que no iba a aparecer de una vez, porque de alguna manera se había esfumado de los lugares donde podía estar. Entonces decidí averiguar si Siso se había repuesto de su mal y cogí para donde él estaba. Lo tenían echado en el suelo, boca arriba. Lo rodeaban Mamá Yoyó, Lucas y el “aspirante”, un tipo llamado Ceceo, que se presentó diciendo que quería ser discípulo de Siso y que Siso aceptó después de una invocación a Papá Legbá. En ese momento Mamá Yoyó le pasaba a Siso un trapo con esencias por la frente.

Siso respiraba bien. Después de esos ataques epilépticos (el nombre y las peculiaridades de la enfermedad los conocí después), él tenía que reposar por un tiempo; pero oía, veía, olía y entendía todo lo que pasaba a su alrededor. Mamá Yoyó aseguraba que era un espíritu innominado que se le metía, un espíritu maligno, un Misterio guedé; pero Siso se negaba a aceptarlo. Él decía que no había visión premonitoria durante estos ataques, que todo se volvía oscuro y nada más. Es un mal del cuerpo, le aseguraba a Mamá Yoyó. Cúreme con medicinas, mamá. Pero nadie conocía las medicinas para curarlo. Es un mal de ojo que te echaron cuando tú eras chiquito, insistía Mamá Yoyó, protestando la inconsciencia del hijo por no querer reconocer la realidad del “guanguá”. Entonces, ¿por qué me premió el Gran Poder de Dios haciéndome servidor de los Misterios?, rebatía Siso, obligándola a callar.

Yo veía todo lo que le hacían a Siso desde el umbral de la puerta donde me mantuve escondido. No podía ir donde Siso a decirle que la silla se había evaporado. Mi misión era encontrarla donde estuviera, para eso hizo Siso los manoteos en el vacío y las imprecaciones silentes. Luego me ordenó buscarla y se desplomó, haciendo contorsiones y mordiéndose la lengua. Él sabía lo que me pedía.

Salí corriendo de la casa sin rumbo definido. El abuelo Vicente venía del vecindario alarmado por la noticia sobre el ataque de Siso y nos tropezamos.

—¡Muchachito del carajo!, ¿para dónde es que tú vas que te llevas de encuentro a la gente?

Le expliqué.

—¡Diablo! —el abuelo se rascó la cabeza—. ¿Y cómo pudo desaparecer esa silla?

Yo me quedé contemplándolo con interés, esperando su orientación. El abuelo era famoso por sus adivinaciones y formaba parte del grupo de los ancianos en las reuniones que se hacían con los mellizos venerados Plinio y Pedro Ventura, cuando toda la gente del lugar iba en peregrinación a la Agüita, por San Juan de la Maguana, donde ellos hacían las ceremonias de purificación. Por el paraje donde vivíamos en Solera Abajo, todos éramos seguidores de Liborio, el Santo.

El abuelo concluyó.

—¡Bueno! ¡Las sillas tienen patas, pero no caminan!

Eso lo sabía yo.

—¿Qué hago, abuelo?

El abuelo quedó caviloso.

—¿Cuándo fue que trajeron esta silla aquí?

Yo no estaba demasiado seguro de saber eso. Dije lo que me vino a la mente.

—Fue el día en que Siso invocó a Belié Balcán y sanó y protegió al recién nacido.

Se trató de una ocasión excepcional. Una mamá llorosa trajo a un bebé con un alfiler atravesado en la garganta. En el hospital le dijeron que había que operarlo, pero no garantizaban que el bebé aguantaría la operación, y ella se lo llevó a Siso como último recurso para salvarlo. Siso lo logró. Después de la invocación que le hizo al Misterio el alfiler se zafó de la garganta del bebé sin que nadie lo tocara.

—No lo que pasó, sino el día. ¿Qué día era?

Traté de identificar la fecha. Hacía ya mucho tiempo, yo era muy chiquito.

—Fue el día de los muertos —un poco adivinaba, inventaba más bien.

—¡Ahí está!

El día de los muertos es del Barón del Cementerio. Nadie puede invocar a otro Ser sin consultárselo.

—¡Pero Siso hizo los signos al Barón cuando llegó la doña con el muchachito! Lo único que después convocó a Belié Balcán para sanarlo.

—¡Ahí está! —rebatió el abuelo—. Hay que hacer algo.

El abuelo me dio la espalda y se dirigió hacia el camino vecinal que pasaba cerca. Yo lo seguí.

—¿Adónde vamos, abuelo?

—Sígueme y rézale a Tinyó Alahué.

El Purificador.

Yo no conocía entonces las invocaciones a Tinyó Alahué ni las plegarias a san Rafael Arcángel, el Santo identificado con ese Misterio, y sólo se me ocurrió repetir mil veces la oración que me vino a la mente: Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, que yo rezaba de noche antes de dormir y que me pareció muy adecuada para la ocasión, no sé si para garantizar mi seguridad, calmar mi estado de ánimo o propiciar la solución al enigma de la desaparición de la silla.

El abuelo y yo andamos un rato por el camino, evitando los charcos de agua sucia y los trechos de lodo resbaladizo que aparecían aquí y allá. Había llovido fuertemente la noche anterior y la mitad de esa mañana, y el resultado era una humedad persistente por dondequiera, en el camino, en los árboles, en el aire. Me imaginé que por eso el abuelo invocaba la ayuda de Tinyó Alahué, el dios de las aguas. Dejé de imaginarlo cuando el abuelo se detuvo frente a un árbol de hojas moradas, cortó un montón y las ensartó en un cordón que traía, haciendo un redondel o corona.

—Ahora sólo falta conseguir las florecitas rosadas que crecen pegadas a la casa del compadre Eloy.

Eran los colores de Tinyó Alahué. El abuelo iba a invocar al Misterio. Pero ¿cómo? ¿dónde? No me pregunté “para qué” porque yo sabía.

Pasamos por el bohío del compadre Eloy y arrancamos las florecitas rosadas. Mientras lo hacíamos el compadre Eloy le dijo al abuelo que tuviéramos cuidado al cruzar la cañada de Volcadura, pues estaba inundada con una corriente violenta que lo arrastraba todo. Los dos hombres discutieron por dónde era mejor desviarse para pasarla, y entonces yo adiviné adónde íbamos. Había un recodo donde la cañada formaba un remanso no muy profundo (no tapaba a nadie, aunque corrían historias de ahogados y aparecidos), aislado por taludes rocosos y mucha vegetación.

Seguimos nuestro camino después que el abuelo y yo recogimos todas las florecitas rosadas que pudimos. Las metimos en una caja vacía, no muy grande, entregada por el compadre Eloy, que no preguntó para qué la queríamos ni qué haríamos con ellas.

—¿Qué tú rezas, Tian? —el abuelo notó que yo movía los labios.

Le dije.

—No. Reza conmigo —y recitamos la plegaria que va: Santísimo Príncipe de Gloria y Poderoso Arcángel San Rafael, grande en los bienes de la naturaleza, grande en el poder contra los demonios, grande en la dignidad, grande en su humildad, magistral de Dios…

Era una oración para proteger de las enfermedades; pero el abuelo Vicente parecía que eso no lo tomaba en consideración. Si era que íbamos tras la solución a la desaparición de la silla de Siso, ya yo no estaba seguro. A menos que la enfermedad de Siso tuviera algo que ver con la silla.

Pronto llegamos a la cañada. Efectivamente, en la hondonada pasaba un torbellino de agua turbia que impedía el paso. El abuelo me haló por un brazo para que siguiéramos un sendero en lo alto, a lo largo de la cañada.

—Hay una charca más adelante.

Anduvimos un trecho hasta que encontramos el remanso. Descendimos la cuesta y llegamos a la orilla. El agua allí era menos turbulenta, pero siempre turbia.

No había gente en los alrededores. El abuelo se quitó la ropa y se metió en el agua haciendo los gestos para que yo lo siguiera. Caminó hasta que el agua le dio por la cintura; entonces se arrodilló y se hundió hasta el pecho. Yo me desnudé, luego lo seguí hasta donde estaba, me arrodillé junto a él y quedé con el agua hasta el cuello.

—Tinyó Alahué es un Misterio poderoso. Tú tienes la sensibilidad para invocarlo. Hazlo —el abuelo me puso en la cabeza la corona de hojas moradas y en las manos la caja con florecitas rosadas.

Yo quedé horrorizado.

—Hazlo, Tian. Yo estoy aquí contigo para ayudarte. Convoca al Misterio. Él te ayudará a encontrar la silla de Siso y a hacer que Siso sane. Riega las florecitas rosadas a tu alrededor. Tinyó Alahué vendrá al círculo.

Era mi destino, seguir los pasos de Siso. Mamá Yoyó, Lucas, mis tíos y mis primos, el abuelo, todos en la familia me lo decían: Siso quiere que tú seas su aspirante. Cuando me lo decían yo decía: Pero Ceceo es el aspirante de Siso; entonces me respondían: Ceceo no se va a quedar; él vuelve a su paraje; y yo decía: Eso dicen, pero hay que ver.

Ahora el abuelo me obligaba a un ritual improvisado de invocación.

El abuelo comenzó el cántico.

—Ay Ave Maguía Tinyó.

—Alahué —respondía yo.

—Sube la montaña y tu va ve a Papá Tinyó.

—Alahué.

No sé cuántas veces repetí el coro a la invocación que hacía el abuelo. De repente me percaté que quien convocaba al espíritu era yo.

Entonces me hundí en el agua y me convertí en un ser líquido que se escurría como mancha transparente entre las aguas turbias del remanso. Sentí cuando la corona de hojas moradas se separaba de mi cabeza y las florecitas rosadas a mi alrededor formaban un círculo perfecto alrededor de ésta; me percaté cuando ambas, hojas y flores, tomaban rumbo al fondo hacia una profundidad que no podía existir porque el remanso no era tan hondo; pero allá iban las hojas y las flores, perceptibles, decididas, encarriladas, como una fuga de intrusos en una materia fértil, y yo las seguía. Entonces vi la silla. Estaba donde nadie podía encontrarla, enterrada a la vera del árbol de guaguasí en cuyas ramas se enrosca Damballah Wedo, la serpiente magnánima, sonámbula e invisible. La habían colocado allí para hacerle daño a Siso. Un “servidor” rival o un enemigo cualquiera. Todo había sido revelado.

Después.

Yo no estoy tan seguro que el Ser me poseyera. No estaba convencido que yo fuese quien pronunciara la invocación al Misterio; no la conocía. Fue como un desdoblamiento en el cual el abuelo era yo y yo el abuelo, y todo se trastrocaba una y otra vez. El abuelo dice que sí, que el Misterio entró en mí y me guió hacia donde yo debía buscar, que yo fui “servidor” y “caballo” como debe ocurrir en la primera posesión ritual, que en ese momento yo había sido señalado para rendir servicios a los Misterios.

—¡Pero, abuelo! ¿cómo fue que no me ahogué? —yo insistía en que mi travesía por el agua sólo podía ser una visión, no una posesión.

—Hijo mío, cuando el Misterio entró en ti se te viraron los ojos, respiraste fuerte, te hundiste en el agua por un buen rato, más de lo que puede resistir un hombre, y saliste refrescado y riente, cantando la gloria de Tinyó Alahué, y eso fue todo. El Misterio te poseyó. Tú eres como Siso.

¡Ahí estaba! ¡Una vez más, en un sólo día, me anunciaban que sería hungán! Me toqué los dientes delanteros con mi dedo índice, pensativo. Luego reaccioné.

—Vamos a buscar la silla, abuelo, a ver si está donde indicó el Misterio.

No se lo dije al abuelo; pero además de encontrar la silla, yo perseguía otra cosa. Quería comprobar si en este acto de fe Tinyó Alahué había conferido a Siso el beneficio de la curación. Una vez hallada la silla, el milagro de la sanación debía ocurrir. Sería la constatación de todo.

No volaron mariposas negras en el camino de vuelta en procura de la silla, sólo nos poseyó el anhelo de la culminación.

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