jueves, 3 de diciembre de 2009

Escritor invitado: Noé Zayas


Noé Zayas (San Francisco de Macorís, República Dominicana, 1969). Teatrista, poeta, narrador, dramaturgo y psicólogo. Egresado de actuación de la Escuela Nacional de Arte Dramático y Psicólogo Clínico de la Universidad Católica Tecnológica del Cibao. Pos-grado en Gestión Cultural en la UASD. y Pre-doctorado en la Universidad del País Vasco UPV. Miembro fundador del taller literario Yocahu, y del teatro Kábala. Director del teatro CURNE-UASD. Director y fundador de la editorial Ángeles de Fierro. Ha sido premiado en diversos certámenes nacionales, entre ellos el Premio Nacional de Cuentos José Ramón López, correspondiente al año 2006, con su libro Trapecio, y además ha publicado los libros La trama ciega, Cieno y Malva.



¿Dónde está el lindero?



Nadie sospecharía lo fácil que perdí este brazo. Había insistido en que ese lindero que dividía mi patio con el de Tulio estaba donde tenía que estar. Pero cuando a Bertha le coge con algo, es obsesiva. Luego de meses de discusiones en las que nunca se llegó a un acuerdo, y que continuaban a pesar de mi insistencia con Bertha de que dejáramos eso así, porque yo sabía, como lo sabía ella, que ese aguacate siempre estuvo de aquel lado. Ese día fue él, Tulio, quien nos llamó, y digo esto porque la que empezaba las discusiones con una necedad que rayaba en lo absurdo era Bertha. Y podría decir que lo que pasó se le puede agradecer a ella. Pues, Tulio, nos llamó, y dijo, con un machete en la mano, al cual no puse asunto porque él siempre carga uno: “Vengan ustedes mismos que son los afectados y muéstrenme el lindero”. Pensé decir la verdad; decir que ese lindero estaba bien, pero por temor a Bertha no lo hice. “Ahí”, señalé con el brazo extendido como dos pulgadas más allá del aguacate, y él que me echa el brazo abajo de un sólo tajo. Yo debí dejar que señalara ella.


(C. Portinari: Niño muerto)
Paisaje del hospital X



Ese bulto a orillas del camastro es mi hijo, nacido muerto. Aquella doctora que le grita al doctor lo sabe todo; ella me atendió toda la noche mientras lo esperábamos. Aquel descamisado que golpea el policía es mi marido, le golpea porque está prohibido gritar en el hospital. Él le explica que llora y hace rabieta porque no puede contener la sangre en su cuerpo y sólo se alivia dando gritos. Pero el policía le dice que no importa, que de todas formas allí no se puede llorar. Yo estoy callada, no porque así lo deseo, sino porque ocho horas de dolor y espera me han dejado sin fuerzas para nada. Qué más, siempre habrá una luz al fondo, y un pasillo de paredes lamosas por donde corren con uno, mientras un grupo de enfermeras le curcutea las venas. Él dice que no llegó a tiempo porque se estaba bebiendo unos tragos y que él no está para salir corriendo porque a alguien se le haya antojado parir a esa hora de la noche. Los diálogos se van poniendo agudos, como llanto de cerdo al sacrificio, ya no puedo sostener mis sentidos despiertos. Todo se me vuelve oscuridad.

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